sábado, 2 de junio de 2012

FERNANDO EL ARICANO- NOVELA- XII








                                        POR FIN LA LLEGADA A LA ISLA DE LAS FIERAS




Cerca de Santa Isabel, a dos días de navegación, cuando no se observaba nada anormal en el horizonte, que aconsejara una maniobra del buque, observamos que el barco disminuía su marcha e iba parando lentamente, pensamos que tal vez se habían estropeado los motores, pero al poco tiempo supimos la razón, empezó a emerger la grisácea casi siniestra superficie de la torreta de un submarino, que resultó ser alemán. Con un bote, un oficial y dos marineros llegaron por estribor a nuestro barco, extendiendo una escalera de cuerda que les lanzaron, subieron a bordo. Nunca supimos a qué, solo que al cabo de una hora, volvieron a marcharse. Unos decían que habían registrado la correspondencia, otros que examinaron la documentación de los ingleses que habíamos desembarcado en Freetown, otros que a bordo llevaban instrucciones para ellos; en fin, que había comentarios para todos los gustos y nunca supimos la razón de su visita.

Como si supieran que habían cumplido su misión, los delfines que desde la salida de Canarias no nos habían dejado, desaparecieron de nuestra vista, privándonos de ese maravilloso espectáculo de ir pegados a la proa del barco, y en la espuma que levanta la nave al cortar el agua, ellos se permiten la habilidad de saltar, cruzarse uno bajo el otro, o desaparecer en la profundidad del océano, así nos dejaron en la proximidad de nuestro destino. Llegamos de noche frente a las costas de la isla, detectando su proximidad por el faro intermitente de Punta Europa, otro que hubo en su tiempo en Punta Fernanda hasta 1914 era de luz fija blanca la que enfocaba al mar, roja la que iluminaba el puerto, pero la parte de tierra que sustentaba ese faro se hundió con los temporales arrastrando todo el artilugio del faro al fondo de las aguas cercanas. La motonave siguió a marcha muy lenta, acercándose a Santa Isabel, y por fin con el crujir de las cadenas al ser lanzadas las dos anclas, el barco quedó fondeado en las tranquilas aguas cercanas a la bahía, pues no se podía atracar de noche, dado que las maniobras de acercamiento se hacían a puro ojo, a nuestra pituitaria llegaba el olor de la humedad de la tierra cercana, que mezclado con los efluvios marinos transportaban a mi pequeño cuerpo la sensación de vitalidad, de alimento, de energía. Nada más fondear, El dios Rupé nos envió un mensaje de lo que íbamos a encontrar en aquellas tierras, descargando truenos y centellas en cuyo decorado iluminado por los rayos, se notaban las cortinas de agua que como velos adornaban el cuerpo invisible de una danzarina exótica que nos bailaba la danza de la Inundación. Me dormí con el temor de que tanto líquido hiciera naufragar el barco.

Esa noche mi imaginación de niño, me transformó en un Tarzán, aguerrido grande y fuerte que doblegaba a las fieras con sus manos, y las lianas eran un estorbo para su volar de rama en rama, aquello era como flotar en el aire, tal vez influido por los cuentos de Flash Gordon donde sus personajes eran capaces de esas proezas y otras mayores, el agotamiento y la fantasía conciliaron el sueño.

Las primeras luces del alba africana sobre las seis de la mañana dibujaron nuestras cabezas arrimadas, más bien pegadas al ojo de buey del camarote, si alguien hubiera podido observarlas desde fuera, le hubiera parecido que éramos nativos ya que nuestras narices aparecían aplastadas y nuestros labios gruesos y bezudos, al pegarse al cristal. En esta zona cercana al Ecuador, la noche cede su paso al pleno sol en un espacio fugaz de tiempo, solo disimulado por las brumas que como un manto arropan al rey Sol. A nuestra mirada se ofrecían gráciles unos árboles extraños que caían sobre las playas y otros majestuosos por encima de todos, eran las palmeras los primeros y las ceibas los segundos. De estos últimos se extrae algo similar al miraguano, una especie de algodón blanco, cuyo fruto debe ser muy apreciado por los murciélagos, ya que recibe sus visitas con nocturnidad y alevosía. Los troncos de las ceibas no son muy anchos, un metro y medio de diámetro, pero sus costillares en forma de raíces, llegan a separarse hasta siete metros del eje, dándole un aspecto gigantesco, como si fuera las costillas de un gigante fakir indio, que ha estado practicando abstinencia perdiendo sus carnes y conservando sus huesos. Entre su base extendiendo hojas de banano se refugiaban los nativos de la lluvia torrencial en el bosque, montando como una tienda de campaña entre raíz y raíz.

El puerto estaba lleno de personas agitando pañuelos, brazos levantados con el fin de atraer nuestra atención. Los colores marrón y blanco eran casi uniforme para los hombres, así como el salacot. Las mujeres lucían todos los colores del espectro aunque dominaban las colores rojos y amarillos, protegían sus cabezas, algunas con el antipático salacot pero el mayor número se había inclinado por la pamela adornada por lazos multicolores a tono con el vestido. Un reducido número se protegía con sombrillas que giraban alegres entre sus manos. Nos habíamos colocado en la cubierta de botes de tercera, sujetos a los barrotes de la barandilla, sentados en la cubierta, y con los pies balanceándose al aire, desde la que se dominaba tanto el puerto como las dos playas laterales de negras arenas, todos los pasajeros apretujados, pues hasta los de primera clase habían acudido al ser esta zona por la única que se tiene acceso al diminuto espigón donde pretendíamos atracar, y desde la que se divisa la panorámica y los residentes que han acudido a recibir a su familia, amigos, curiosos que acuden a esta llegada mensual del vapor procedente de España, por lo que es una atracción casi de obligada presencia.

Las dos pequeñas playas laterales protegidas por los salientes de Punta Fernanda y Punta Cristina estaban llenas de enormes cayucos capaces de transportar treinta o cuarenta personas en su interior, además de algo de carga, en sus entrañas cercanas a los treinta metros de eslora y a veces más, construidas con los resistentes troncos de okume (Aukumea Klaineana) o samanguila, desembarcaban mercancías y hombres, que según nos dijeron hacían el trayecto remando desde o hasta Nigeria y Camerún, aunque la mayoría eran nigerianos. La costa más cercana es la del Camerún, que dista unos 35 kilómetros, y la profundidad máxima en ese canal que separa la isla del continente es de setenta metros, lo que produce una zona muy rica en pesca. La parte Sur de la Isla y la Este que da al Continente tiene profundidades mucho mayores. Los nigerianos que maniobraban el cayuco para colocarlo en mejor posición, usaban como timón un remo de proporciones colosales, que a mis masas musculares le parecían imposibles de mover y ellos lo activaban de un lado a otro de la embarcación, como si fuera un mondadientes. Contrastaba mi anémica salud con aquellos brazos musculosos que debían ser como mi cuerpo en su máximo diámetro.