jueves, 14 de junio de 2012

FERNANDO EL AFRICANO-NOVELA-XVII

En los años del cuarenta al cincuenta, dada la carestía de alimentos en España, en Guinea los europeos comíamos productos autóctonos como la yuca, ñame o malanga, como sustituto de nuestra básica patata, exportándose desde la zona continental grandes cantidades a la Península, siendo en aquellos años uno de los negocios más productivos, el comprar yuca en los poblados del interior y llevarlo a venderlo a las factorías de Bata. Cuando iba a llegar un camión al poblado, éste ya estaba avisado con muchas horas de antelación, gracias al tam-tam de la comunicación; de tal forma lo hacían, que hasta sabían el nombre del europeo que venía a comprarles sus productos. De esa forma cuando llegaba el camión a los poblados, desperdigados en algunos casos por chozas separadas, les había dado tiempo de cerrar sus sacos o llevar los nkues( cesta de nipa o mimbre que con una tira apoyada en los hombros o en la frente, se lleva en la espalda como mochila ) al centro del poblado, donde el camión, provisto de una báscula, pesaba la mercancía y se le pagaba al contado. En esta zona de África en que no han existido los bueyes, los caballos, mulos o burros, como animales de carga, debido a la mosca Tsé-Tsé, y que los pocos que ha habido de estos animales, han sido testimonios efímeros, la mujer ha suplantado al animal, cargando con el nkue el trabajo de transporte manual, cosa que no ha efectuado el hombre en general. Tanto es así que hace muy poco vi un reportaje reciente de la Guinea Independiente, y se observaba en un camino vecinal, ir el hombre con su camisa blanca y su paraguas en la mano, y a su lado, dos mujeres con el cesto de mimbre apoyado en la espalda y sujeto con una cinta a la cabeza, arrastrando los pies dado el volumen y el peso de su carga, me recuerda un poco la vida salvaje del león, en esta especie la que caza y cuida la familia es la hembra, y el león solo sirve para la reproducción y para proteger a la familia o manada en un ataque de otra especie, el resto del día se lo pasan recostados durmiendo la siesta. Esto me va a traer la recriminación de mis amigos guineanos pero cuento con la aprobación de ellas.


Condimento importante es el plátano frito o asado, que no es lo mismo que banana. Lo que en Europa consideramos plátano, nosotros le denominamos banana, ya que el plátano es de mayor tamaño, de cuerpo más duro y por eso se cocina o se come frito. El banano o musa, se descubrió que su tronco tenía propiedades para luchar contra la tuberculosis, y su aliento es tan importante que Linneo, el padre de la botánica bautizó a dos de sus especies como Sapientum y Paradisíaca. Como se sabe hay muchas especies y gustos, entre ellas una de tamaño muy pequeño que se conoce como banana manzana, por tener esa mezcla de gustos.

El restaurante de mi abuela con sus cuatro o cinco mesas de madera y largos bancos como asientos, era en la ciudad el único restaurante habilitado para el trabajador indígena, salvo que se fuera a los límites de la ciudad, los barrios indígenas algo alejados del centro. Los blancos y emancipados podían gozar de otros restaurantes fondas, como Montilla, Los Polos, Bar Andaluz, bar Flores, Restaurante Luis, y otros.

Mis primos y nosotros, dormíamos en los mismos barracones anexos al restaurante, situados enfrente de la vivienda, pues en la casa no cabíamos todos, aquello era una sauna durante el día al darle el sol a las chapas del tejado, dado que además no podíamos dejar la puerta ni el ventanuco abierto, ya que esa zona estaba cercana al río Cónsul que estaba plagado de serpientes y mosquitos. Así que entramos para dejar nuestro pijama y la muda para el día siguiente. Al entrar en los dormitorios, me llamó la atención que del techo colgaban unas telas con malla que me comentaron que eran los mosquiteros, para evitar que por la noche nos picaran los mosquitos y protegernos de otros bichos como las arañas peludas. Esta protección, con el tiempo y dada la labor de limpieza de las zonas cercanas a la ciudad, ya no fue necesario utilizarla.

Se notaba la diferencia de la ciudad con el campo, en el momento que se internaba uno en el bosque lo atacaban nubes enteras de mosquitos de todas las familias, convirtiendo aquello en la exposición universal o un museo entomológico. La anofeles con su pequeña trompa que inocula el paludismo reunía verdaderos ejércitos dispuestos a disuadirnos de nuestra entrada en la vegetación, o a veces el zumbido ensordecedor de colonias de abejas nos avisaban de su llegada, por lo que había que buscar un río donde sumergirse hasta su alejamiento. Por otra parte la entrada al bosque era posible por un sendero que el paso continuo de los hombres, hacía posible, de otra forma se tenía que ir abriendo camino con el machete. En ese sendero, a veces las fuerzas vivas de la naturaleza, nos hacían reflexionar que allí éramos simples visitantes, y que los espíritus del bosque iban a ponernos trabas, para que reconociéramos quien mandaba en aquel lugar. Como prueba de ello, de un día para otro, quiere decirse en el intervalo de una noche, el paso franco el día anterior era impedido por una barrera formada por una tela de araña en cuyo centro, se distinguía una araña de color amarillo- negro, que era de tal tamaño que infundía respeto, y el espesor de su red, convertía aquella malla en una trampa, donde a veces hasta pájaros aparecían capturados, su genial trenzado era dificultoso y lento para destruir, normalmente lo tejían de árbol a árbol, por lo que se buscaba un camino alternativo, que con el tiempo se formalizaba, al ser constantemente utilizado, y el trabajo de la araña cada día más tupido, así que la araña y su familia se hacía con el poder de un camino, y los hombres encontraban otro por donde fuera posible avanzar.

Por la noche cansados de tantas aventuras, y mientras me ponía mi pijama que tal vez consistiera en un calzoncillo amplio y una camiseta deteriorada, observé con terror, en el suelo del barracón como se deslizaba una familia de gusanos tan gordos con mi dedo pulgar de unos ocho centímetros de largo y todos negros, parecidos a un ciempiés aunque más bien parecía que estaban dotados de doscientos pies, por eso en algunos libros les apodan milpiés, con desprecio hacia mi persona y como demostrando sus derechos adquiridos a su habitual paseo por aquella zona, avanzaban hacía mis zapatos con intenciones aviesas. Ante mis gritos, acudieron mi primos los cazadores, de su rostro se desprendió una sonrisa de desprecio hacía mi valor, y como si fueran cirujanos de la selva, se armaron de unas pequeñas ramas del patio, los cogieron con dos palos en forma de pinza y los tiraron al jardín sin darle importancia a la captura, lo que me confirmó que aquellos enormes ciempiés, su habitat natural era pasearse por los barracones, donde cada noche encontraba a alguno haciendo footing por la habitación, menos mal que no tenían que usar zapatillas, sino su madre se habría arruinado, de tal forma aquello fue habitual en el cada día de la estancia en los barracones que al final casi nos saludábamos como viejos amigos en mutua tolerancia. Con el tiempo aprendí que en los edificios de planta baja son muy normales aunque su roce y su rastro produce urticaria, pero aquello me impactó sicológicamente y mi única neura extrajo la conclusión de que mis familiares igual hubieran hecho con un león, aunque dado lo pequeños que toda la vida fueron mis primos, no sé como lo hubieran levantado, pero estoy seguro de que si lo hubieran conseguido.

martes, 12 de junio de 2012

FERNANDO EL AFRICANO-NOVELA-XVI

Nuestros sentidos estaban concentrados en captar novedades, en principio todas ellas agradables, pero envueltas en temores, miedos e incapacidad para nuestros sentidos, de tanta exuberancia de la naturaleza: en vegetación, colores, personas; todo era diferente, el habla, las calles, las casas pintadas de blanco, y rodeadas de jardín, árboles llenos de frutos exóticos, tales como papayas, cocos, mangos, guayabas, sagua-saguas, saguaplones y otros muchos. Las ramas de los árboles moviéndose nos parecían serpientes y el movimiento o ruido tras un arbusto era el presagio de la embestida de un elefante o tal vez un león hambriento.; yo siempre con la regla de oro, levantaba el salacot para poder observar mi entorno, a ver si había uno más cebado que yo en la cercanía y si era así, cosa fácil dada mi envergadura, me consolaba ante el peligro eminente. Aquello seguía siendo el regalo de los dioses, en esta ocasión como un cóctel de frutas, olores y colores que el viento iba cambiando como presentando la carta de su menú, en el que con el tiempo distinguiría el olor amargo de la flor del café, el dulzón de la banana madura, o el agridulce del saguaplón.


Los boys vestían como los blancos: pantalón corto y camisa blanca; algunos descalzos, otros con zapatos. Para pasear en sus ratos de ocio, utilizaban los clotes de tela anudados a su cintura, en cuyo nudo les servía de monedero. Esta indumentaria era la misma para las mujeres, pero ellas llevan blusa y los hombres camiseta o torso desnudo, aunque algunas nativas en su ajetreo doméstico no cubrían sus pechos, lo que a mi inocente mirada solo le parecía objeto de estudio de anatomía que no había descubierto hasta entonces y me hizo sospechar que las blancas debían de tener aquellas cosas en forma parecida, pero tampoco le di importancia, dado que tenía demasiada información que acumular en mis neuronas trabajando a destajo y archivando carpetas de sensaciones a mi disco duro ( nunca mejor dicho lo de duro ) . Los días festivos acudían a misa de once, algunos nigerianos con trajes pantalón y chaqueta de lana de puro invierno, pero era fruto de algún regalo de su “masa”( amo/ patrón) ; a veces se confeccionaban un traje de terciopelo rojo y con su sombrilla o paraguas desfilaban orgullosos ante la mirada envidiosa de sus congéneres, era lo más ñanga-ñanga ( elegante) que se podía ir. En sus pieles negras destacaban sus blancas dentaduras, que se cuidaban frotándose con asiduidad los dientes con un bastón hecho con las raíces del citronel y del limonero, bastones que habitualmente llevaban encima, y cuando tenían que soportar una espera, aprovechaban el tiempo repasando sus magníficas dentaduras, cepillándose con el bastón hasta que se abría su extremo como un pincel. Son capaces de abrir una lata de sardinas de las antiguas, que estaban dotadas de una pestaña, presionando con sus dientes en la pestaña hasta levantar la tapa tirando hacia el lado contrario. Yo que he tenido una dentadura débil, que no cuidé en mi niñez, aparte de que como no había en aquellas tierras pasta dentífrica utilizaba el jabón Lagarto cuando me acordaba para lavarme los dientes. Con el tiempo empezó a ver una pasta roja de marca el Torero, que creo era peor que el jabón, y se me quitó la costumbre de ir al dentista ya que la primera vez que fui al Hospital con doce años parece ser que no tenían sedante y me quitó una muela a lo vivo un enfermero ( no había dentista). Un nigeriano que siempre que venía a la tienda le regalaba una lata de sardinas con la condición de que la abriera delante mío. Él tenía el desayuno asegurado a mí me caía la baba de sana envidia, era un buen trato para ambas partes. Los nigerianos tenían la costumbre de pasear con negras bicicletas por la ciudad, las bicicletas eran de origen inglés muy pesada pero resistentes. La bicicleta en el hombre y la máquina de coser en la mujer, son los dos signos de prosperidad del africano de esa zona.

La casa de mis tíos era una casa muy grande, de dos plantas, en la superior vivía el dueño Adolfo Jones, un negro de aspecto formidable, era como un armario ropero de grande, gran amante del boxeo, cuyos hijos serían compañeros míos en el colegio. Uno de ellos, Gerardo, años más tarde jugaría en la selección de baloncesto de Guinea, de la que era yo capitán y entrenador. Es un hombre entrañable, criado en Barcelona, que pese a ser yo el entrenador me enseñó mucho sobre baloncesto y compartimos viajes a Camerún a jugar partidos internacionales. Su abuelo era Maximiliano Jones, prócer muy estimado, de gran reputación en Guinea, especialmente en la segunda población más importante de la isla, San Carlos. La planta baja de su casa la tenía alquilada a mis tíos.

Mi abuela, la única que no había venido a recibirnos, nos esperaba en el rellano de los seis escalones que separaban la acera de la entrada a la vivienda; rodeada de arbustos cubiertos de flores, dalias, rosales, coleos y otras especies que denotaban estar muy cuidadas, su figura destacaba aún más. Yo no la conocía, pero su porte me impresionó, era una mujer seria, alta, de mucho volumen, sin ser gorda, bastante guapa, nunca fue muy efusiva con nosotros, en parte porque siempre había vivido con mis primos los cazadores africanos, y esos eran sus nietos predilectos. Como si fuera una reina nos recibió a pie de escalinata, dándome una par de besos algo fríamente, como analizando a esos nietos que de repente aparecían en su vida y desconocía si le podían aportar disgustos o alegrías.

Dejamos a la familia sentada en el jardín posterior de la vivienda, que parecía un zoológico más que un patio interior, donde tenían enjaulados loros, monos y otros animales, en un lateral estaba la escalera de entrada y subida al piso del propietario Adolfo Jones, y adosada como pasamanos existía un papayero cuyo tronco inclinado mostraba unos enormes frutos como melones alargados en forma de pepinos. Nuestros mayores iniciaron el intercambio de noticias, después de un año sin contacto personal, aunque mi abuela hacía mucho más, dado que desde su llegada a Guinea en el 36, no volvió a salir nunca, con la circunstancia agravante de que las cartas tardaban dos meses entre ida y vuelta, así que los niños fuimos a conocer los alrededores. En el solar de enfrente de la casa existían unos barracones de madera sus paredes y techo de chapa, donde mis tíos tenían un restaurante para indígenas y mi abuela era normalmente la que lo atendía, ayudada por dos camareros y un cocinero negros.

Generalmente la comida era plato único, a escoger entre arroz hervido con carne o pescado, bañado todo con salsa basada en aceite de palma; legumbres como lentejas, garbanzos, judías con chorizo o algún trozo de carne flotando en el puchero, algunas comidas nativas como fufú, garí (mijo), con su harina se hacían tortas fritas. Tanto éstas como las clásicas bolas de malanga, ñame o yuca fritas como albóndigas, siempre se les da sabor untándolas en una salsa basada en aceite de palma y picante.

El aceite de palma al ser totalmente rojo y espeso da la sensación de que es una salsa de tomate, aunque se nota su presencia, ya que su olor se pega a la garganta y te obliga a carraspear, hasta que te acostumbras a ello. La malanga tiene la forma de una patata o boniato, pero además sus hojas, parecidas a las de las acelgas, son comestibles hirviéndolas como las acelgas. Dicen los historiadores que el aceite de palma o bangá ha sido uno de los motivos del reparto de África entre las grandes potencias, que a principio del siglo XIX solo les interesaba del suelo africano el venir a la costa a comprar esclavos, pero que con la segunda revolución industrial a final del siglo y principio del XX, cambiaron el comercio de esclavos por el del aceite de palma entre otros, precisaban de esa palmera que producía un aceite, útil para jabones, industria, alimentación, y que de esa palmera como el cerdo se aprovechaba todo, así que hasta Alemania que no se había preocupado de tener Colonias o Protectorados, se metió de lleno en arrancar su pedazo de pastel, que por cierto le duró poco, hasta la primera Guerra Mundial, luego se lo repartieron como siempre entre Francia e Inglaterra. Una de las zonas de África donde abundaba esa palmera era la denominada Oil Rivers, una serie de ríos, afluentes, marismas que forman una zona de unos doscientos kilómetros de largo por doscientos kilómetros de fondo en la desembocadura del Níger, territorio muy poblado entre otras tribus por calabares( ibibios) e ibos, en cuyo subsuelo se descubrió años más tarde la plataforma petrolífera que llega hasta Guinea y que motivó la guerra de Biafra donde las tribus del Norte ayudadas por los países islámicos, masacraron a las del Sur.



domingo, 10 de junio de 2012

FERNANDO EL AFRICANO-NOVELA-XV

Seguimos con el desembarco a la llegada a Fernando Poo :






Mi madre fijando su mirada en la zona cercana a los almacenes del puerto, donde se refugiaba todo el mundo a la sombra que proyectaban las chapas de zinc de los tejados, reconoció a papá en aquel tumulto de gente y junto a él, estaba toda nuestra familia guineana –mis tíos Paz, Julián, mis tías y mis primos los cazadores de elefantes y sus hermanas–, todos ellos con su pantalón corto, camisa y medias blancas, los hombres sujetas a la zona cercana a la rodilla con una buena liga que te cortaba la circulación, y camisa y pantalón de color blanco o caqui, las féminas de vivos colores, algunas con pamela en vez de salacot. Toda la ropa blanca se trataba con azulete y almidón al plancharse por lo que quedaba acartonada pero de un blanco brillante que hacía resaltar más los colores de la piel, bronceados por el astro rey.

Desembarqué, descendiendo por la empinada escalera y sujetándome con fuerza a las cuerdas que servían de pasamanos, jugando con mis ojos unas veces mirando a mi familia en el malecón y otras a las cristalinas aguas del puerto, viendo las sardinas como saltaban como si quisieran darme la bienvenida, mi corazón latía como un tambor, ante tantas sensaciones, ilusión, emoción y algo de miedo, mi padre nos abrazó con ojos llorosos. Su voz sonora trajo a mis neuronas su tono potente, con cierto acento catalán que no perdió nunca. Mis primos nos trajeron unos salacots blancos (sombreros fabricados de corcho y tela) que nos obligaron a ponernos para evitar la insolación. La verdad, eran incómodos, debían de haber sido de sus padres, porque el mío se me hundía en la frente y casi no veía nada, me quedaba a la altura de las pestañas, esto me dio algo de seguridad ya que debajo de aquella tienda de campaña más que sombrero, no me podría detectar un animal fiero con facilidad. Con los años se ve que las cabezas se endurecen y al cabo de unos diez años de vivir en esa zona, ya no es necesario llevar la cabeza protegida, salvo que se esté muchas horas seguidas bajo el sol. Se endurecen las cabezas y se ablandan las ideas.

Después de desembarcar las maletas, los bultos, algunos paquetes conteniendo regalos y por ejemplo mis colecciones de tebeos de Flash Gordon, se repartió la carga entre el servicio doméstico, los boys (así se llamaba en África a lo que podríamos definir como los criados), emprendiendo una especie de safari. Cada familia hacía lo mismo, una vez descargado el equipaje, formaban grupos e iniciaban la marcha, salvo algún finquero que aprovechaba el camión de la plantación para ir a recoger a su familia, dada la distancia hasta las plantaciones y la ausencia de un servicio público de autobuses a las fincas, salvo que estuvieran a borde de carretera. El camión era en aquel entonces el único vehículo utilizado para desplazarse a la ciudad desde las plantaciones. No existían en la ciudad taxis para poder alquilarlos, y en aquellos años, poca gente particular gozaba de un turismo para su uso. Nosotros éramos 14 personas contando los dos boys para emprender el safari. Me quedé asombrado de que unos de los nativos llevaba una torre de bultos sobre su cabeza y ni se inmutaba por su peso ni por su equilibrio, para poder soportar la carga hacían una especie de colchoneta con una tela o con hojas tiernas de plátano. Con el tiempo observaría que hasta las botellas de agua las llevan en la cabeza sin menoscabo de su equilibrio ni de su fluida marcha.

El camino se iniciaba después de atravesar los almacenes de la Aduana, situados a ambos lados de la prolongación teórica del espigón, y a la derecha del desembarco se presentaba una enorme cuesta, llamada la Cuesta de las Fiebres; supongo que ese nombre se debía a que después de ascender una pendiente de tal grado de inclinación y con los calores de la isla, debía uno sentirse enfermo al día siguiente. En 1914 hubo un tren cremallera que saliendo del puerto llegaba hasta Basupú ( unos 14 kilómetros de recorrido) a nuestra llegada en 1942 ya no existían ni vestigios de la vía, estando el camino asfaltado convenientemente y con pasamanos en la banda que daba a la playa.

Los árboles del paseo superior, llamado Punta Fernanda, se inclinaban sobre nuestras cabezas, los enormes “egombegombe”, árboles paraguas llamados así por extenderse sus ramas horizontalmente, árboles que cumplían su función con creces, dando una sombra casi tenebrosa a toda la cuesta, con lo que se disparaba nuestra sensación de miedo, pánico y casi terror, especialmente a mí, un niño de ocho años castigado por la sensación de inseguridad constante, algunos ilan- ilan daban ese olor tan profundo y agradable, que pensaba yo “ si me come una fiera encima le va a parecer que estoy cocinado con hierbas aromáticas. Todo ello con mayor motivo después de las historias truculentas que nos habían contado mis primos. Salvador y yo nos pusimos en medio del grupo, pensando que si nos atacaban los elefantes o saltaba una serpiente desde los árboles que teníamos encima de la cabeza, alguien nos defendería o se los comerían a ellos antes.

Vencida la cuesta con nuestros primeros sudores de terror o de calor o un poco de cada, y al dejar de tener la sombra protectora de los árboles, fue como si nos hubieran puesto bajo cien focos de luz para filmar una escena, o un interrogatorio policial de tercer grado. El sol nos daba la bienvenida y la advertencia de su poder. Desembocamos en una plaza maravillosa, adornada por unas palmeras únicas, que mostraban su tronco perfectamente recto de unos dieciocho o veinte metros de altura, compitiendo con las torres de la catedral, construidas por el hermano misionero Diego Rubio en 1916,, según planos del padre Luis Segarra, y que con sus cuarenta metros de altura, era la primera visión de la capital que se observa desde el barco en alta mar, con el fondo maravilloso del pico, comentado anteriormente. El cielo totalmente azul nos presentaba una cabalgata de nubes pequeñas desfilando , como si fuera globos portados por una cuerda invisible de la que tiraban en perfecto orden para representar aquel festival mitológico que parecía los Dioses nos querían ofrecer como bienvenida a la Isla. Un espectáculo de títeres, cuyas cuerdas movían en el Olimpo Zeus y sus aláteres para diversión matinal.

El cuadrado de la plaza adornada por las palmeras, tenía en un lado el Palacio del gobernador, una residencia estilo clásico de majestuoso aspecto, de dos plantas cuadradas, rodeada la planta baja de una galería cubierta, que facilitaba el rodear el edificio sin mojarse en caso de lluvia, dando sombra a las dependencias oficiales, situadas en la planta baja, siendo la superior dedicada a vivienda oficial del gobernador; su entrada a la amplia escalinata que se observaba desde la calle, quedaba sostenida por columnas de capiteles jónicos. Todo ello tenía el colorido de un escuadrón de la Guardia Colonial, negros vestidos con un llamativo uniforme blanco, con sombrero estilo moro de color rojo, lo mismo que su generosa faja, y cordones dorados: el mismo uniforme que habíamos observado en los músicos del puerto. Este escuadrón de la Guardia Colonial, daba al Gobierno de la Colonia protección, empaque y a la par eran los ordenanzas del edificio, quienes indicaban al que llegaba al Palacio donde tenían que dirigirse, ya que en el mismo edificio existían oficinas de servicios públicos, siendo lugar de cita obligada para los delegados de todos los servicios oficiales, al dar cuenta en sus dependencias de la marcha de sus departamentos bien al Gobernador o al Secretario General, dependiendo de la importancia de lo acontecido. En la parte trasera de este edificio se instaló durante algunos años, unas jaulas con una pareja de leopardos, un chimpancé y algún simio más. El chimpancé muy conocido por los veteranos de la Colonia, había pertenecido al doctor del Val, y de vez en cuando se le escapaba a sus cuidadores, en su huida entraba en la cocina de los Misioneros y se zambullía la comida que estos pensaban disfrutar. También tenía afición a ir al bar Chiringuito a sentarse en el mostrador y degustar alguna bebida, para desesperación del propietario del local.

A su izquierda la catedral, y a la derecha la misión, donde vivían los padres de la Congregación de Misioneros del Inmaculado Corazón de María (PP Claretianos), que además de cuidar del culto religioso, llevaban la responsabilidad de parte de la enseñanza en la colonia. Cerraba el cuadrado de edificios el lado menos vistoso, pero muy importante, enfrente del Palacio, el llamado Chiringuito, un bar de planta baja que dominaba toda la bahía, con una vista maravillosa, incluida los islotes Enriquez, unos terrenos que se percibía habían formado parte de la otra punta que cerraba la bahía, Punta Cristina, y que algún movimiento sísmico ocasionó su separación.

Pasamos por delante del Palacio, tomando la calle 19 de Septiembre que nos llevaría a casa de mis tíos. Las calles de la ciudad, trazada a estilo colonial, eran rectas, simétricas, empezando en el mar y muriendo en el bosque limitado por el río Cónsul; todas estaban asfaltadas y alcantarilladas. La mayoría de las casas eran de dos alturas, con techos de dos o cuatro aguas construidos sobre la base de chapas de zinc, pues al llover tan torrencialmente si tuvieran terrado, azotea o algo parecido, sería normal que existieran goteras. Las paredes estaban construidas de ladrillo pintado de blanco o en algunos casos de madera. Esta ciudad era de mayoría europea o de emancipados, aunque había zonas por ejemplo los barracones de Nauffal en el lado derecho de la plaza Jordana donde estaba el Ayuntamiento, en esos barracones alternaban europeos e indígenas no emancipados ( mi familia o sea yo, viví dos años en uno de ellos). Los emancipados eran negros considerados con los mismos derechos que los blancos. Concepto injusto en estos tiempos, ya que todos tendrían que haber gozado de los mismos derechos, aunque entonces estas discriminaciones parecían naturales, aunque no hay que olvidar que a los blancos igualmente nos aplicaban el rodillo de la desigualdad y nuestros derechos consistían en trabajar y callar , si protestabas en España te aplicaban el “ tortazo”, en Guinea el embarque y la ficha policial.

Llegamos a la calle Canarias, con los boys sudando y cansados, sus pieles brillaban como si se hubieran dado betún, relucían al sol y cuando se les acumulaba unas gotas como perlas en su frente, con un movimiento ensayado infinidad de veces, pasaban un dedo que recogía esas gotas y las lanzaban al aire, donde tal vez antes de llegar al suelo ya se habían evaporado, pero nosotros no teníamos tiempo de tener conciencia de esas sensaciones, ya que era un verdadero impacto sensitivo para nuestra vida. Otra costumbre nativa era que cuando estaban constipados, se sonaban la nariz y con un dedo lanzaban sus mocos al suelo. En una ocasión que discutí esto con un amigo nativo, me manifestó que nuestra costumbre era peor, ya que guardábamos nuestros detritus en un pañuelo.(entonces no se utilizaba el clinex)