sábado, 21 de julio de 2012

FERNANDO EL AFRICANO- NOVELA XXX





Un día mientras tomaba un baño en una de las bodegas, percibiendo el batir de las olas contra el viejo casco del navío; que resonaban en su bodega como las campanas de una iglesia de un pueblo solitario, en que los únicos ruidos que se oyen en las horas de la siesta son las campanas del pueblo para recordarles que el pueblo sigue vivo; sentí un agitar distinto al de las olas, el silencio natural de la zona ayudó a oír los latidos sonoros de mi corazón, y en las aguas cristalinas de sus bodegas vi la silueta hermosa, siniestra de un tiburón, navegando entre dos aguas, en aquella especie de lago o balsa pequeña, parecía un monstruo inmenso capaz de devorarme de un solo bocado, su color gris parecía recién pintado y pasado el plumero para destacar su duro y brillante lomo, enseñando como el periscopio de un submarino su aleta dorsal, buscando a su enemigo antes de dispararle sus torpedos en forma de lacerantes bocados.


No sé cuándo se inventó la propulsión por turbo, pero creo que yo fui de los primeros en experimentarla; antes del segundo respiro ya estaba subiendo por la escalera, a la que normalmente me costaba subir por estar por encima del nivel del agua, ya que el resto de escalones se habían destruido por la acción del salitre marino, pese a la rapidez de mis movimientos a mí me pareció que pasaban los segundos y que no me movía, que mi acción era como una película de cine que se repite la escena con movimientos a cámara lenta para seguir mejor la secuencia, así se estaban produciendo los hechos, lo curioso es que el escualo reaccionó como yo, huyendo con la mayor rapidez posible por la perforación que el navío tenía en su bodega, que permitía no solamente la entrada del agua, sino también a raudales la luz de ese sol africano que convierte la paleta de colores en un espectro infinito, cambiante de matices según la hora del día y las sombras que proporcionaban lo que quedaba del casco de aquel barco, que llevaba treinta o cuarenta años durmiendo en aquellas arenas donde sus hierros adornados de algas y moluscos seguramente habían contemplado mil aventuras celosamente guardadas.

Pasado el terror, me senté en los escalones de hierro carcomidos, cubiertos alguno de ellos de crustáceos igualmente, y pensé en lo fácil que hubiera sido para el tiburón devorarme y lo difícil que hubiera sido para mi familia saber el motivo de mi desaparición, ya que nadie conocía donde había ido y menos que me había metido en las entrañas de un barco embarrancado. Los tiburones siguen siendo, tras muchos años los monstruos de mis pesadillas y de mis sueños; a resultas de ello, ahora, hasta cuando me meto en la bañera, observo por si acaso hay alguno.

Bordeando la costa hacia el Este se llega a Sipopo donde desemboca el peleón río Ebachu, se costean las fincas de Amilibia, Subirana y Vigatana, y pasada Punta Hermosa, está el islote de mayor tamaño de toda la costa, cercano a las fincas de Fortuny, siendo esa costa algo acantilada. El islote Horacio, enfrente de la playa donde se tiraban las basuras de la isla; era el lugar al que acudía mayor cantidad de tiburones, de tal forma que si te lanzabas al fondo con una piedra para bajar más deprisa, antes de subir, a una profundidad de diez, o doce metros, siempre veías tiburones. Estaban tan bien alimentados que habitualmente no te hacían caso. Nosotros no nos enfadábamos por esta falta de urbanidad de los tiburones hacia nosotros. Por ese método de la piedra cogíamos corales del fondo. En la primera inmersión se bajaba un martillo y un escoplo, y en las bajadas siguientes se iba desprendiendo la roca coralina. Al bajar con una piedra se hundía mucho más rápido, dándonos la posibilidad de invertir ese tiempo en trabajar en el fondo submarino. Era un lugar poco conocido, frecuentado únicamente por pescadores solitarios, ya que el pescador tradicional y exclusivo de la isla, el valenciano señor Timoteo, pescaba por otras derivas. Desde la bahía de Santa Isabel eran necesarias dos horas como mínimo de remar, estando situado al este de la isla, con terreno escarpado, pocas playas, era la región menos visitada, casi una desconocida de los europeos que vivíamos en Santa Isabel. y también de los nativos que tal vez acostumbrados a huir de acoso de los barcos negreros o que se acercaban a sus playas para robarles víveres para su subsistencia, se habían refugiado en las zonas montañosas de la Isla renunciando a sus habilidades marineras que les llevaron en largos cayucos a poblar esas tierras. Por eso la bahía de Santa Isabel cuando se establecieron los ingleses ( Port Clarence ) estaba deshabitada, o cuando llegó El Conde Argelejo a las playas de San Carlos otra de las bahías naturales importantes de la Isla, no pudo establecer contacto con ningún poblado, por no haberlos cercanos a las playas. De todas formas el mayor trasiego de mercancías, de desplazamientos siempre se hacía por la carretera que comunicaba las dos ciudades importantes, Santa Isabel y San Carlos, la carretera del Este de la Isla que conducía a Bahía de Concepción era una desconocida para la población europea, aparte de la menor densidad de fincas agrícolas. La orografía demoró el trazado de la carretera, y obligó a efectuar su recorrido algo distanciado de la playa, justo lo contrario del lado Oeste de la Isla.

En aquellos años, tal vez por el bloqueo que tenía España, o por razones que a mi edad se escapaban, no existía suficiente combustible para que la central eléctrica nos facilitara luz toda la noche, así que a partir de las diez de la noche y otros días antes, nuestro alumbrado se hacía en base de lámparas de petróleo, quinqués, aladinos y petromax que funcionaba con alcohol, desde luego las cocinas todas utilizaban leña o carbón vegetal, como medida de seguridad, de haber sido eléctricas es seguro que en los primeros tiempos el ayuno hubiera sido habitual. Así que el bachiller lo he estudiado con una lámpara de petróleo en la mesa del comedor, o en la mesilla de noche, ya que entonces los niños no teníamos el privilegio de tener un despacho donde estudiar, al haber asimilado mis ideas alumbrado por una lámpara de petróleo, es la causa o motivo por el que mis ideas huelen a chamuscado. Estudiar bajo la luz de un quinqué y tomar los vasos de leche condensada ( No había otra ) con sus correspondientes mosquitos, y grumos que se formaban por estar deteriorado su contenido, y todo esto en sustitución de las clásicas galletas inexistentes en aquellos tiempos, es una experiencia dura vista desde la perspectiva del tiempo. Por cierto la primera central eléctrica que se instaló en la isla fue en San Carlos, y era propiedad del negro, don Maximiliano Jones, hombre que convirtió esta ciudad en ejemplo de ciudad colonial. Contribuyó también a ello la señora Amelia Baylercorn, hermana del pastor negro de Baney y viuda del que había sido el hombre más poderoso y rico de la isla, el emigrante negro señor Vibour. Esta señora aun siendo protestante regaló un armonio para la iglesia católica, que hizo traer desde Inglaterra, y entregó 1.000 pesos para su construcción.

Una parte importante de la población negra que especialmente contribuyó a la modernización de la Isla fueron los emigrantes negros de otras zonas de África, tales como Nigeria, Liberia y Sierra Leona, pues muchos venían con unos conocimientos e ideas avanzadas, ya que la mayor parte de la élite negra –Jones, Dougan, Barleycorn, Collins, Morgades– eran originarios de otras zonas que habían evolucionado con anterioridad. Muchos de sus antepasados fueron funcionarios del Gobierno Inglés en los años que radicó el Tribunal para la represión de la esclavitud en la ciudad de Santa Isabel, ( Clarence), otros descendían de esclavos libertos, que se mezclaron con los guineanos, generando una incipiente clase media.

Esas familias se preocuparon de enviar a sus hijos a estudiar a Europa, dando los primeros universitarios, tales como don Teófilo Dougan que fue el primer abogado negro en la isla. También hay que reconocer que eso se debió en parte a que los bubis, pueblo autóctono de la isla, ha sabido recibir con afecto a todo el que llegaba a la ciudad, y tal vez su carácter pacífico sea en parte el culpable de muchas cosas que les han sucedido en los tiempos actuales. A estos negros oriundos de otras zonas se les denominaba de dos formas: a los nacidos en la isla, fernandinos, y a los que se habían criado en ella, criós. Por ejemplo, yo estaba considerado un crió por haberme educado y criado en ella.

Discutiendo a veces con los fernandinos sobre hábitos y costumbres del país, me comentaban, tu sabes de esto más que nosotros, y la razón es muy sencilla ellos cuando han llegado a los doce o catorce años se han ido a Europa para completar su formación, yo me he quedado en el territorio, por lo tanto llevo más años que ellos. Mi familia no se podía permitir ese dispendio y tanto es así que en cuanto terminé el bachiller con dieciocho años ya estaban preocupados porque no encontraba empleo, aunque en mis vacaciones de curso siempre hice alguna cosa, desde los catorce años ayudaba en la factoría( tienda) de mi madre o en las de mis tías. En lo único que era difícil averiguar o penetrar en el pueblo fernandino , era en sus creencias religiosas y ceremoniales, donde solo explicaban lo visible tal vez por desconfianza hacia el blanco y en parte a la cierta persecución que tuvieron por ser cristianos protestantes herencia de su contacto con la cultura británica.

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