viernes, 5 de octubre de 2012

FERNANDO EL AFRICANO- CAPÍTULO XLVIII


                                                         Bahía de San Carlos             
                                                        
Normalmente en Guinea, las señoras blancas no trabajaban, salvo que tuvieran un pequeño negocio como mi madre, pero muchas de ellas cosían para las nativas y para otras señoras blancas,. Mi tía Cloti era una de las que mejores clientes tenía entre las nativas, que deseaban ponerse elegantes, para ir a bailar o pasearse por la plaza de España, así que cuando llegaban fiestas como Navidad, Santa Isabel etc., lo notaba. Cuando iba a su casa me enteraba de que miningas estaban en la cresta de la ola, por los vestidos que le encargaban. Allí nos conocíamos todos, los negros a los blancos y los blancos a los negros. Cada uno tenía su archivo mental que consultaba, cuando veía a alguien, por ejemplo pasaba Juan por la calle y nuestra computadora mental actualizaba datos: le gustan mucho las miningas, bebe más de la cuenta, nunca tiene un duro, es muy buena persona, en su trabajo es muy competente, hablando es un poco rollo. Así al ver a un conocido, nuestro sistema busca en el ordenador los datos archivados en el disco duro.


                                                  NAVIDAD EN ÁFRICA

El concepto de Navidad, con nieve, frío, muérdago, acebo, fiestas íntimas familiares, en fin, lo que nos presentaban en los libros o películas, para nosotros era imposible, y lo que recordábamos de nuestra niñez, se iba cambiando por el frenesí tropical y las fiestas de amigos más que de familiares.

Aquel día de Navidad de 1948, El señor Sancho nos invitó a subir a la finca Mercedes, ya que él por desgracia hacía muchos años que pasaba las Fiestas totalmente solo, y se había acostumbrado a no celebrarlas, pero pensando en que las mujeres organizarían la comida, y podría contar sus batallitas a la juventud, insistió con clara alegría en que subiéramos todos. Éramos unas veintiocho personas, entre amigos y parte de familia; los solteros, ocho en total, dormimos en las casas del personal nigeriano en una misma habitación con colchonetas en el suelo. A las tres de la mañana nos dimos un baño en la playa, con luna nueva, casi entrando al agua por el tacto, de negra que estaba la noche, y en pelotas como mandan los cánones. Los ruidos del chapoteo impresionaban, pues era una playa muy visitada por los tiburones; por otra parte, mi hermano pisó una raya eléctrica, y al sentir la descarga empezó a chillar; en un santiamén, nos pusimos todos a nadar hacia la orilla con tal energía, que embarrancamos en sus arenas, como sucede a veces con las ballenas, cuando se desorientan y acaban falleciendo en una playa, creo que hasta en seco seguíamos nadando, sin mucho éxito como es lógico. El susto fue tremendo, y nos quitó los posibles efectos del alcohol con mucha rapidez aunque la verdad la única ocasión en mi vida que me he mareado ha sido en Escatrón provincia de Teruel en unas vacaciones en la Península en que me obligaron a tomarme un vaso de anís entero.

En los doscientos kilómetros de costa que aproximadamente tiene Fernando Poo no existía ningún chiringuito, hotel, bar o similar, salvo en la zona del puerto de Santa Isabel. Hay que significar que en las fincas o plantaciones cercanas al mar, cuyos encargados eran europeos, siempre encontraba uno las puertas abiertas, no sólo a que le invitaran a una bebida, sino incluso, en la mayoría de casos, a comer. Tal vez por ello no hubiera sido buen negocio un establecimiento al lado de la playa, en un país que los únicos turistas éramos los blancos que lo habitábamos y que nos conocíamos casi todos. En cierta manera en aquellas tierras y en esa época de la historia del trabajador, todo el mundo se dedicaba a trabajar y los sueldos no llegaban para hacer turismo, lo que motivaba que los empleados de las fincas europeos, se pasaran semanas sin hablar con otros paisanos, de tal forma que si llegaba a la plantación un extraño, se aprovechaba para intercambiar noticias, probar platos de comida fuera de los habituales, y descorchar una buena botella de vino.

Bajamos una caja de coñac al patio de la finca y organizamos un bálele con los nigerianos, bailando con ellos sus danzas típicas, especialmente ibos, ogonis, yorubas y calabares; las danzas más vistosas y tal vez eróticas sean las de los bengas, más aburridas por lentas son las de los bubis con sus campanas de madera, a ritmo sincopado, es posible que tengan más significado religioso, tanto es así que hay una especie de director de orquesta que va dando la entrada a los campaneros, pero en las danzas se nota la diferencia. Los fangs bailan casi agresivamente desafiando en sus movimientos la fuerza de la gravedad en agitados baleles desenfrenados, que se vuelven eróticos a medida que el alcohol ayuda a permanecer horas y horas bailando. La danza de los bubis es pausada como si fuera un rito de saludos, reconocimientos a los presentes y a los ausentes.

Dado lo amplio de su territorio y ser la nación negra más poblada de África, los nigerianos tienen estilos dispares, entre los yorubas, abunda el “yangüe”, que es un bailarín disfrazado de demonio, con un traje lleno de vistosos colgantes, gorro como máscara, lleno su cuerpo de espejos, tal vez para reflejar el espíritu que anida en el personaje del danzarín, que es seleccionado con suma exigencia. Hay otros bailarines que lo hacen con cortos zancos de madera, con los que dan grandes zancadas y saltos espectaculares, como si quisieran volar o desafiar a las fuerzas de gravedad. Los ibos danzan a niveles rítmicos donde se destaca su fuerza física.

El fin de año unos fernandinos me invitaron para ir a bailar a los muertos al cementerio. Salimos del poblado de San Fernando por la carretera que lleva a Fistown, llegamos al cementerio sobre las doce de la noche, allí se celebró el principio de año, depositando comida en la tumba de los muertos, sobre todo de algunos patriarcas y allegados a los bailarines de la comitiva, entonces una vez depositada la comida, y de que bebiéramos topé (aguardiente procedente de la palmera), iniciaron una serie de cantos más que fúnebres, yo diría que de alegría, por estar con los suyos. Después nos pusimos todos a bailar al compás de nuestro cantar; como no sabía las letras de las canciones, las seguía con el ritmo de una botella golpeándola con un palo, otros con la habilidad propia de la raza, improvisaron tambores en la percusión de los troncos arbóreos, e incluso en las mismas tumbas mediante trozos de madera, la música sincopada y su ritmo parecía haberse ensayado meses enteros, pero era causa de ese ritmo que da África a sus hijos, que parece que hayan estado ensayando la sincronía todo el tiempo, o tal vez su música permite cambiar ese ritmo sin perjudicar la calidad de la partitura, en la que su pentagrama es alma, corazón, lucha, armonía y alegría.

En mis visitas al campo santo, que desde la niñez venía efectuando para visitar la tumba de mi abuela, fallecida en 1944, me había llamado mucho la atención en los bruscos cambios, de día a noche tropicales, el vuelo de las luciérnagas que con sus luces amarillas, daban una especial decoración misteriosa, al lugar. En mis primeros años, al capturar al vuelo estos diminutos coleópteros, los guardaba en un frasco de cristal, que tapaba con mucho cuidado para intentar conservar sus luminosas e intermitentes señales, pero mi pequeño zoológico, duraba menos que mi constancia en conservarlos. Algo sorprendente era que en la única zona de la Isla, donde recuerdo que volaban estos bichos, estaba situada en la cercanía del cementerio de Fistown, y eso reforzaba la leyenda que me contó un anciano bubi, de que correspondían a las almas de los difuntos, que durante la noche salían a recordar sus pasados tiempos en la tierra y con sus luces saludaban a los vivos, como si fuera su lenguaje, ya que el espíritu es luz y esa es la luz de las luciérnagas.

Cuando amaneció estuvimos un par de horas tumbados descansando, unos medio durmiendo en el húmedo suelo, otros soñolientos charlando, todos esperando que se levantara el sol de su descanso y nos avisara de que un nuevo año se abría a nuestra vida, en el que los muertos con nuestros rezos y canciones, habíamos logrado que se comprometieran a velar por nosotros. Sobre las ocho nos despedimos con besos y abrazos deseándonos amor y felicidad, en la marcha algunos llevamos en nuestros coches a su casa, a otros que no tenían y yo me fui a casa al estar rendido de cansancio. Me han dicho que es la primera vez que dejan venir a un blanco a un acto de estos, pero como decía mi amigo Kombe, yo de blanco sólo tenía el color, y de noche todos los gatos son pardos.

En ese cementerio tienen una lápida o pequeño panteón mi abuela y mi cuñada. En 1992, fue mi hermana, y aun llevando dos nativos con machete, no hubo forma de encontrar las tumbas en tan pequeño cementerio. El abandono, la miseria y la desidia son dueños del lugar.
                   

                                               Algete   a  5 de octubre de 2012












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