lunes, 2 de julio de 2012

FERNANDO EL AFRICANO- NOVELA- XXII

El barrio hausa, por el que paseamos un rato, son casas de chapa de zinc, onduladas las paredes y el techo de nipa (hoja de palmera), montadas una encima de otra, trenzadas con cuerda de melongo; de esta forma evitan que el calor del sol caliente el techo de las viviendas; algunas de las paredes están montadas sobre troncos, para darles consistencia, otras son de calabó, madera típica de esa zona. Para evitar que el aire se lleve los frágiles tejados, están reforzados con piedras, latas llenas de tierra u otros elementos, casi todas tienen una rústica banqueta en la puerta para sentarse y ver pasar a los vecinos, fumar una pipa o un cigarrillo y charlar, una de las maravillosas costumbres de estos pueblos.


La casa consta de una planta y normalmente una sola habitación, donde el dormitorio está separado por una cortina; en la mayoría de los casos alfombrillas en el suelo para dormir, o una base de madera sobre la que descansa una colchoneta, este último sistema existe en los barrios que hay ratas en abundancia. Los servicios están separados, así como la cocina, todo ello es una segunda dependencia que comunica con la vivienda por una puerta trasera, por lo que no están unidos, estimo yo, como medida de seguridad e higiene.

También es cierto que existen habitáculos sin servicios, en cuyo caso lo habitual es que lo haya comunes o estén al limite de la zona, utilizando el bosque como solución, aunque dado el poco control de los espacios, con el tiempo se construyen su propio aseo, en el terreno colindante, haciendo un pozo profundo como evacuador, al no contar con alcantarillado en algunos casos. En otros, la cocina es un hornillo en medio de la habitación como sucede en algunos poblados, con lo que el humo favorece las enfermedades oculares, entre ellas las cataratas. La única ventaja es que los mosquitos huyen del humo, y el mayor problema es un fuerte olor del que queda impregnada la estancia, in secula seculorum.

El barrio está trazado a estilo tropical, calles rectas, paralelas, lo que ha sido posible en parte por el terreno inclinado suavemente de la montaña hacia el mar, pero sin grandes desniveles en toda la ciudad. Cosa curiosa en esta ciudad la parte alta es la que está habitada por la gente humilde, lo contrario de la mayoría de ciudades de Europa, donde la parte alta o el Norte de la ciudad es la residencia de los adinerados.

En las puertas de muchas viviendas se improvisaban mercados, unos vendían comida que guisan a la vista del transeúnte, otros ofrecían jabón, ropa usada, ferretería o cualquier artículo que su imaginación le sugería, muchos de ellos con una pátina de polvo o de uso, que le daba carácter al intercambio. Esta actividad casi siempre estaba en manos de las mujeres, que con sus charlas, risas y pequeñas burlas provocadoras a los hombres, le daban un colorido alegre al ambiente.

Para lavar la ropa las indígenas la transportaban con grandes palanganas, llegando al cercano río Cónsul, la frotaban con jabón fabricado con aceite de palma, cenizas y sosa cáustica, en la fábrica que tenía Matarredona y que dirigía mi amigo Barros, una vez aclarada la extendían sobre las negras piedras del cauce. Entonces esperaban que se secara que la ropa invirtiendo el tiempo bañándose, jugando en sus aguas y contando historias.

La gente hausa es orgullosa, honesta y amable, el barrio también se conocía como barrio Yaoundé, que es la capital del Camerún, ya que los primeros que se asentaron en esta zona eran cameruneses, procedentes del exilio masivo que tuvo lugar durante la Primera Guerra Mundial, al perder Alemania su colonia el Camerún alemán, y ser perseguidos muchos de ellos por los franceses e ingleses, se refugiaron varios miles en la isla de Fernando Poo, y la parte continental española Río Muni. En la Isla se calcula que como mínimo veinte mil negros y unos mil alemanes aunque estos fueron trasladados en poco tiempo a su patria de origen, las tribus fullah expulsadas de Camerún por ayudar a los alemanes, se establecieron en Bokoko, donde incluso levantaron un hospital y campamentos cercanos al río Timbabé, para conservar la disciplina siguieron en régimen militar, desfilando y haciendo instrucción durante algún tiempo, aunque sin armas como salvaguardia para las autoridades españolas, eso si seguían teniendo su banda de música, y establecieron escuelas de oficios para preparar a los soldados para la vida civil.

Al lado estaba el campo de fútbol, donde muchos años después ayudé a construir las pistas de atletismo, para las que usamos la ceniza de las calderas de un barco de guerra( Canovas del Castillo ), mezcladas con tierra y arena de la playa, resultando de tal mezcla unas pistas excelentes. La pista de baloncesto está hecha de cemento y pintada a brocha gorda por todos los equipos de baloncesto que formé. El terreno estaba cerrado por una valla de unos dos metros de alta, y tejada solamente la parte de la tribuna, su alero protegía del sol, siendo su parte baja los vestuarios. En un extremo junto a la pista de baloncesto se situaba el bar y una pequeña oficina que nos servía a todos como despacho.


                                                JUEGOS Y  JUGUETES

En los años cuarenta, en España las fábricas estaban iniciando su nueva aventura productiva, y todavía no existía casi de nada y por otra parte no se conocía la vida del consumismo, así que los niños dedicábamos mucho tiempo a “inventar” el juguete o la forma de distraernos. Los nativos tenían la habilidad de fabricar coches de bambú, y sus ruedas las revestían de pedazos de neumático viejo. El eje de las ruedas delanteras iba unido a una caña larga de bambú que en su final se construía un volante de tal forma que al girar ese mando el eje de las ruedas giraba en el sentido deseado. Dada mi incapacidad de construir nada, logré que mis padres me compraran uno a un vecino bubi que gozaba de la habilidad de construirlos, y durante varios días estuve circulando con pomposidad por el barrio, haciendo sonar la bocina que consistía en hinchar los carrillos y expirar aire ruidosamente, hasta que el coche expiró en un accidente de tráfico, menos mal que salvé la bocina. De la carpintería de Galiano que estaba enfrente de mi casa, conseguía trozos de madera que recordando mis tiempos de Barcelona, me servían para fabricar espadas y otros utensilios de
guerra, como puñales y ballestas.

Los nativos igualmente de los barriles de vino o de petróleo deteriorados, aprovechaban las riendas de su fabricación para construir aros y con un hierro retorcido hacían el mando, aquello era una forma muy agradable de correr gobernando el aro, compitiendo en kinkamas de habilidad con otros niños del entorno, trazando una pista con un trozo de madera por la que se ascendía a una caja puesta al revés y se bajaba por otra tabla controlando el aro, y así uno detrás del otro íbamos dando vueltas al reducido circuito, de tal forma que el que cayera antes, había perdido.

Algunos jugábamos con las ramas del papayo que están huecas y su embudo permite colocar una bola seca y dura de la semilla de las dalias, convirtiéndolas en unas cerbatanas muy eficientes con la que, escondidos tras un árbol o desde la ventana de casa, impactábamos el cuerpo de los sufridos viandantes, cuando alguno nos descubría éramos capturados, advertidos a la par que nuestras armas bélicas eran destrozadas.

En las galerías de la Casa Mallo y Mora, con los hermanos Peiret jugábamos a los botones, que es una especie de fútbol en el que un botón pequeño ( el balón ) es impulsado por otros más grandes ( los jugadores),Los suelos de mármol o terrazo de esa vivienda de muchos metros de longitud, nos permitía unos partidos magníficos. A cada botón le pegábamos la cabeza recortada de un jugador famoso cuyo cromo conseguíamos a veces, ya que en aquellas tierras, salvo el verde tropical todo era difícil de adquirir.

A medida que conseguíamos permiso de nuestros padres para traspasar el umbral de la ciudad e internándonos en la naturaleza circundante a la ciudad, el juego apetecido, se convirtió en la maravilla de la creación, en la caza de mariposas, animales raros, plantas que se cerraban al tacto, frutos que endulzaban nuestros labios, serpientes que nos hacían salir corriendo, y playas donde todavía no habíamos saludado al tiburón, en las que algún pescador annobonés nos permitía ir conociendo la técnica de remar en un cayuco, eso sí, sin alejarnos hacía donde cubriera el agua, de tal forma que cuando perdíamos el equilibrio, el agua nos llegaba a la cintura y nuestro amigo velaba por nuestra seguridad, a la par que se reía de nuestra torpeza, el bosque y la playa estaba a cien metros de nuestras viviendas, en cinco minutos andando uno se sumergía en el misterio y el encanto de la naturaleza virgen, en un medio todavía desconocido, donde todo parecía posible. No existía el dilema de Shakespeare en decidir playa o bosque, todo estaba tan cerca, tan a nuestro alcance, que ese paraíso estaba abierto a nuestro gozo, y el tiempo en aquella edad no contaba. No teníamos obligaciones caseras, todo nos lo daban hecho todo era posible. Para esa nueva etapa de la vida el tirachinas ocupó el lugar preferente de nuestros juguetes y juegos, ya que hasta para mi era fácil utilizar la rama dura de un brote donde se bifurca, hacerle unas muescas donde fijar la goma de una cámara de neumático viejo y convertir aquello en un arma capaz de derribar al gorrión que confiado trinaba citando a la hembra, o al cangrejo que levantaba sus antenas al salir del hoyo observando el territorio. Para esto había que buscar maderas duras similares al boj ya que la fuerza que se ejercía sobre el triángulo abierto del tirador era muy fuerte y las piedras munición en estos casos, a veinte o treinta metros eran mortales para ardillas, aves o animales pequeños.

Fernando García Gimeno  - Barcelona a 2 de julio 2012







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