jueves, 1 de noviembre de 2012

FERNANDO EL AFRICANO CAPÍTULO 61


                                                                                                                                      
                                                   
                                     LS CUEVAS -CALDERA DE BALACHÁ (continuación)

Una vez en la loma, estudiado el terreno con los prismáticos, nos pareció confirmar que del valle nacía un río que iba encañonado entre dos paredes de la montaña, por lo que habría que buscar ese río que debía ser el nacimiento del Tudela y por el mismo llegar al valle o caldera. Intentando programar la nueva expedición hablamos con todo el equipo, solo aceptaron venir con nosotros dos porteadores nigerianos y un cazador, pero teníamos que estudiar el asunto mejor, para no volver a fracasar.


Tras quince días de indagar y de los informes que nos dieron los aviadores de la escuadrilla militar que había en la isla, volvimos a emprender la expedición buscando la orilla del río Tudela, cuando la encontramos fuimos bordeando su ribera izquierda hacia el valle, teniendo que ascender unos mil metros en pocos kilómetros. Como no podíamos ir por el mismo cauce del río, pues su caudal y sus hermosos saltos de agua, fruto de los desniveles tapados por la vegetación nos lo impedía, la marcha se tornó muy dificultosa. Por fin a las dos de la tarde encontramos como un arco triunfal por donde el río se había convertido en manantial, en un promontorio de rocas, se observaba la amplitud de la caldera. Decidimos tomar un descanso antes de explorar su interior.

Monos, antílopes, cabras, faisanes, era todo un festival de fauna y vegetación que la niebla nos dejaba vislumbrar a medias, pero sólo el trinar de las aves, el agitar de las ramas de los árboles, nos asociaba el lugar al paraíso terrenal. Los animales, que parecía no habían visto nunca un ser humano, no huían, al contrario se acercaban rodeándonos con curiosidad. Tomamos fotos sentados en las rocas que nos permitían ver parte del paisaje. Decidimos no seguir, pues la vegetación era muy espesa, haciendo el camino agotador; además, habíamos visto muchas serpientes negras. Sobre las cuatro emprendimos el regreso. Jiménez y yo dimos voces para agruparnos, todos acudieron al instante, pues teníamos las rocas como referencia, pero Udó, el cazador más joven, no aparecía. Nos pusimos algo nerviosos a dar gritos. Organizamos una búsqueda, abriéndonos en abanico, a una distancia que nos pudiéramos ver; llamando a Udó, avanzábamos hacia el interior de la caldera. Mariano se quedó en las rocas como punto de encuentro. Después de una hora buscando, las sombras de la noche avanzaban siniestramente, y no llevábamos equipaje para resistir la temperatura fría de la noche en ese lugar, ni protegernos de tanta alimaña, así que decidimos volver. Después de recoger a Mariano, nos encaminamos a la salida, rezando para que Udó, extraviado, hubiera buscado el cauce del manantial para ir bajando hacia Balachá.

Llegamos a Balachá de noche, preocupados, cansados, y al no llegar nuestro compañero, un rumor se extendió por el poblado; al final el jefe del poblado, Borikó, nos comentó que el “brujo” había predicho que la caldera donde vivían sus espíritus, se cobraría una vida por haber profanado el lugar. Nos conjuramos a no volver a la caldera y no indicar a nadie el camino, para que no se irritaran los espíritus. Así se lo hemos hecho saber a Juan Boho, el brujo, para que no nos llegara el yuyú a nosotros, por lo que en una pequeña ceremonia en que tras untarnos con pintura roja y violeta nuestras frentes, lanzó sus polvos mágicos al aire, murmurando sortilegios y efectuando una breve danza, que nos garantizó la protección de los espíritus.

El sábado decidimos ir a la orilla del río Tiburones en San Carlos (hoy Luba) a coger cangrejos, pues era la mejor zona, donde eran más grandes y abundantes. Así que nos hicimos los cuarenta kilómetros, y una vez aparcados los coches en los arcenes de la carretera emprendimos la marcha a la caza y captura de aquel sabroso manjar.

Cuando llegamos a sus madrigueras que se notaba por estar el suelo plagado de agujeros rodeadas sus aberturas de pequeños montículos de barro fruto del trabajo de limpiar su salida los cangrejos, formamos tres grupos de cinco personas, dos personas mantenían el saco abierto, otro la lámpara, el cuarto cuando salía el cangrejo deslumbrado por la luz lo cogía por las pinzas y, por último, el quinto le ataba las pinzas con una liana para que no pudiera actuar posteriormente. Lo estábamos pasando muy bien, cuando de repente Mariano empezó a gritar. Al acudir en su ayuda, observamos que se había metido en terreno pantanoso y se estaba hundiendo; nos entró tanta risa de ver su desesperación, que se nos iban las fuerzas para ayudarle. Cuanto más gritaba y se hundía, más fuerzas se nos iban. Al final cuando pudimos sacarle, se le quedaron los zapatos y pantalones metidos dentro del pantano, así que tuvo que volver a Santa Isabel en calzoncillos. Como iba en el coche de Paco, y éste era un poco cabrón, lo dejó a cincuenta metros de su casa. Al bajar Mariano de su coche, Paco se puso a chillar: “¡A ese, que estaba en la cama con mi mujer!”. Los indígenas dirían: “Qué raros son los blancos”. Desde luego no dicen nada raro, es la verdad.





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