Excursión a Likomba( Camerún Inglés) a jugar a fútbol
NUEVA CASA
En estos años, habíamos iniciado
nuestra primera casa en unos barracones de chapa, luego pasamos a unas casas
como si fueran chales adosados, que se encontraban detrás de la factoría del
Barato, propiedad del libanés Nauffal donde al no caber todos, dormíamos solos
mi hermano y yo, haciendo vida y noche mis padres en una habitación anexa a los
comedores habilitados para los nativos y las tropas en un local justo frente al
Barato. Pasados unos años al final volvimos a reunirnos en una casa de mayor
superficie, nos mudamos a una casa de dos plantas, en cuya parte baja de
cemento vivía la propietaria, nosotros habitábamos la parte alta y nos
correspondía un barracón en la parte baja, además de un cuarto que daba a la
avenida Beecroft, local que mi madre abrió como factoría, en el barracón
independiente se instaló nuestro cocinero nigeriano Nelson que dirigía los
fogones como el almirante debió controlar sus naves, lo único que había que
vigilarle la despensa donde se guardaba la bebida, ya que cada vez que abría
sus puertas celebraba el acontecimiento con un largo trago de Veterano, o Tres
Cepas. Tal vez debido a su nombre militar, daba boato a todos los actos que
celebraba, lo malo es que su ceremonial le obligaba algunos días a retirarse
antes de terminar la comida, con la excusa de que le dolía la tripa. A la
vivienda, mediante largas conversaciones amenizadas por el pequeño incremento
del alquiler y algunos obsequios de vino y licores, se le adjudicó el derecho
de usufructo de un jardín donde en parte
de él, se construyó un gallinero para nuestro uso y beneficio de algún
desaprensivo vecino. En estas conversaciones como abogado defensor de la
propietaria intervino el nunca bien ponderado de su hijo José.
La
propietaria Gabriela Bueko, tenía dos hijos, Gustavo y José, este último se
dedicaba a escribir cartas pidiendo ayudas económicas , o instancias al
Gobierno, con un estilo único; era tanta su aceptación, que los clientes para
que les escribiera cartas tenían que hacer colas. Montaba una mesa de despacho
y su silla debajo de la sombra de un enorme mango, redactando con su pulida
letra y su dominio del halago cartas, instancias, solicitudes, pésames y lo que
le echaran. Contaba con una especie de secretario que pausadamente seleccionaba
los clientes por su importancia y se encargaba de cobrar bajo la atenta mirada
de José, que por si acaso no perdía ripio. En cuanto bebía unas copas de más,
lanzaba discursos políticos con gestos y ademanes dignos de admirar, a la par
que agitaba unas hojas de nipa con las que se abanicaba de los calores y
sofocos del clima y de los efectos del don Veterano, su más fiel oidor era el
frondoso mango, que lo escuchaba sin mover una rama. Debajo del mango, además
de hacer la vida diaria, servía de comedor y cocina tipo barbacoa para los
muchos amigos y familia que venían a visitarlos, llegando los efluvios de sus
picantes y aceites a nuestras pituitarias, que detectaban los platos de
sardinas (Eraldo), las sopas de verdura como el bocaho, o las rosquillas
(Chin-Chin) que hacían en formas y tamaños dispares, y que Gabriela siempre muy
atenta pero muy levantisca, cuando deseaba un buen regalo, nos subía una fuente
de ellas con la seguridad de que mi madre, le daría un buen premio en dinero,
latas de sardinas u otros alimentos que no le daba corte solicitarlos, con la
seguridad de que mi madre ni lo tomaría a mal, ni se lo negaría. En justa
correspondencia cuando alborotaban mucho en el patio, mi madre le llamaba al
orden y Gabriela imponía su autoridad, con gritos y con un bastón que agitaba
con energía de matriarca de la zona y que más de uno, había probado su
consistencia y la calidad de su madera en sus espaldas.
El hermano de José, Gustavo Watson vino
años más tarde casado con una blanca y con su título de doctor en medicina.
Trabajó en la redacción de la Constitución de Guinea como nación, para defender
el pueblo bubi e intentar la independencia separada de la parte continental,
teniendo cargos importantes y muriendo como todo lo que olía a intelectual en
manos del asesino Macías, malhechor al que permitió la ONU llegar al poder y
destruir una nación, en aras de la libertad para los pueblos africanos.
En esa casa vivimos nosotros veinte años
en la parte alta, que era de madera. Mi hermano y yo teníamos una habitación
conjunta cuya ventana daba a un hermoso mango, cuyas ramas se empeñaban en
meterse por nuestra ventana de rejillas de madera y contraventana de tela metálica como protección para los
mosquitos y bichos que permitía pasar la luz pero no los bichos, si se tenía
cerrada, aunque la verdad en el transcurso de nuestra estancia en esas paredes,
los únicos animales que no entraron fueron los elefantes, unas veces se
encontraban arañas peludas, otras ciempiés, y en algún caso alguna serpiente
viajera. En las épocas de lluvia cuando se inundaba algún termitero, o tal vez
por un proceso de protección a las hormigas les crecían alas, y atraídas por la
luz de una vivienda, inundaban nuestros espacios, y llegaban a colapsar la poca
luz que salía de un quinqué o de una lámpara de bosque. Cuando teníamos la
suerte de tener luz eléctrica, apagábamos la de la casa y visitaban las farolas
callejeras, hasta que se escuchaba el chirriar de quemarse a miles al calor
desprendido de la bombilla del farol. En realidad las casas en Guinea pocas
tenían cristales, y repasando en mi memoria no recuerdo ninguna cristalería
salvo Muñoz y Gala, que era una ferretería que vendían hasta mobiliario. En las
ramas del frutal dormían algunas decenas de gallinas de las que criaba mi
madre, volando como pájaros al no recortarles las alas, escapándose del
gallinero tras reiterados intentos fallidos, sobrepasando las paredes de tela
metálica de unos tres metros de altura como máximo, aunque la mayoría de
disidentes era debido a que no se habían recogido a tiempo. El gallinero se
abría por las mañanas para que las gallinas buscaran su propio alimento; luego
por la tarde se les llamaba con el repicar de una campana y con algo de maíz como
cebo para recogerse por la noche para cerrar con candado el corral. Algunas no
hacían caso a las llamadas, tal vez por estar dentro del cuerpo fusiforme de
una serpiente, que la había engullido como si se tratara de un cacahuete; otras
terminaban en la olla de algún nativo, y hasta a veces mi madre compraba
algunas de sus propias gallinas al listillo que las había capturado por la
noche durmiendo en el árbol; pero eso entraba dentro de las reglas del juego no
escritas pero sí aceptadas entre indígenas y europeos, en las que el robo se
toleraba en unas escalas de baja intensidad, consideradas normales. El problema
es que a veces iban incrementando ese pequeño hurto, hasta que sonaba la señal
de alarma y el perjudicado se molestaba, ya que no había varemos para los topes
autorizados por ninguna de las partes. ¿Dónde estaba el límite para protestar o
tomar medidas contra el que se beneficiaba de tu patrimonio?. Tal vez por esa
política de la apropiación indebida algunos líderes africanos han expoliado a sus pueblos.
Es posible que los blancos”· tenemos en general la mesura del robo y conocemos
hasta donde se puede robar sin escándalo, tras muchos años de experiencia en el
robo, y los africanos no conocen ese control de pesas y medidas, ya que su vida
nómada consistía en llegar a una zona, y acomodarse en ese territorio, pasando
todo el entorno a propiedad de la tribu, y defendiendo o expoliando el
territorio si fuera menester. Siempre hay excepciones tanto en uno como en
otros, por eso en Europa hay ladrones en la cárcel, que no han sabido valorar
los límites.
La política del criado, normalmente
nigeriano, consistía en que, por ejemplo, te robaba una camisa, si no
protestabas, robaba dos la próxima vez; a la tercera vez, cuatro, siempre con
la idea de que estabas aceptando el hurto, o que no te dabas cuenta, hasta que
un día, al ir a buscar para ponerte una de tus treinta camisas, te encontrabas
que no tenías ninguna. El problema se arreglaba montándolo en el coche e ir a
registrar su casa, donde uno siempre tenía la sorpresa de encontrar, además de
las camisas, mil y un objetos olvidados desaparecidos del hogar, un reloj que
no se usaba, un candelabro de familia, una cazuela heredada, unos prismáticos
en desuso. Lógicamente, después de la bronca correspondiente, el trabajador
seguía en tu casa, ya que era un trabajador eficiente, adaptado a tu sistema y
de fiar en los límites africanos. Si no funcionaba, era un hombre de “mala
cabeza” como decían los nativos. Habrá que considerar que esa apropiación
entraría como un sobresueldo para compensar la diferencia enorme que existía
entre el sueldo de un blanco que en muchos casos era un simple oficinista y el
de un negro que ejercía una profesión , como lavandero, cocinero, chofer etc. Y
representaba una quinta parte del sueldo de ese europeo.
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