domingo, 22 de julio de 2012

FERNANDO EL AFRICANO-NOVELA-XXXI

                                                   





                                                        LA PLAZA DE ESPAÑA



La Plaza de España era el centro de reunión de la juventud, allí nos concentrábamos casi todas las tardes, a dar vueltas y más vueltas con las chicas; cuando nos cansábamos, que era enseguida, nos poníamos a jugar a la piola; las farolas servían de sustento, el primero se agarraba a ellas y los demás se iban colocando en caballete sujetando fuerte la cintura del otro y en posición doblada para resistir al salto y empuje de los fuertes, el resto saltábamos sobre los que se ponían en posición de potro: uno agarrado al otro en cadena, de tal forma que a veces había necesidad de saltar sobre cuatro o cinco en fondo; éstos tenían que soportar uno tras otro a los saltadores hasta que ante el peso de muchos se hundía el sistema. Se podía descansar igualmente en unos bancos de cerámica, con motivos africanos y del Quijote, que era una obra de arte de un ceramista valenciano.

A veces apostábamos a ver quién daba más vueltas en calzoncillos por la plaza, sin que se dieran cuenta las personas mayores; el que apostaba, entraba en el bar Chiringuito, en los aseos se quitaba los pantalones y con ellos envueltos en la mano, se dedicaba a batir el récord. La ventaja que tenía es que como los pantalones eran también cortos y blancos como los calzoncillos, a media luz era difícil distinguirlo; en otras ocasiones para hacer la apuesta más divertida, entre dos o tres lo sujetábamos, quitándole los calzoncillos; luego con energía los tirábamos hacia arriba hasta que quedaban prendidos de algún cable de la luz o de la estatua del general Barrera, situada en el centro de la plaza. Por cierto, esa estatua en la que aparece el general firmando el tratado o convenio con Liberia, resolviendo la cuestión de los braceros monrovianos o krumanes contratados para Fernando Poo, es lo que la gente dice en broma, que es el inventor del “vale”, ya que en Guinea nadie llevaba dinero encima, todo el mundo adulto compraba por el sistema de “Apunte usted” o “Firma un vale”, nota que al final de mes pasaban a cobrarte a casa o al trabajo.

La ventaja que tenía el procedimiento era que en Guinea además de no llevar nadie documentación encima, tampoco era necesario llevar dinero, lo único que se llevaba encima era camisa, pantalón corto, calzoncillos, zapatos y calcetines, casi todo de color blanco o caqui, que eran los colores africanos por excelencia. A los colores blancos se le añadía en el lavado almidón y azulete para lograr su blanca textura. Una vez planchada la ropa quedaba tan perfecta que no tiene comparación con la actual vestimenta planchada que llevan las personas. El servicio doméstico africano, en la mayoría procedente de Nigeria, era inmejorable.

Esa estatua del gobernador Chacón, gracias al cual se inició la riqueza agrícola de la Isla, solucionando el problema de la falta de mano de obra, es lo primero que derribaron las huestes de Macias, el mismo día de la Independencia, pero hace poco, me contaba el último alcalde de la ciudad Ramón Blesa, que esa noche paseando por la plaza viendo derribada la estatua, se encontró con Manuel Fraga Iribarne que había asistido a la Independencia como representante de España, y este político aquella noche dio orden a los marineros de la fragata Descubierta, que la cargaran en el barco, y meses después fue adorno de unos jardines en San Fernando-Cadiz. La segunda medida del demócrata populista Macias, fue encargar veinte Mercedes Benz a la casa alemana, por eso decían que la patrona de la Independencia es la Virgen de Los Mercedes. Nunca he encontrado justificación para que las esculturas, pinturas, edificios, jardines aunque hayan sido promovidos por un dictador, al caer este, se destruyan, ya que la historia está sustentada en acontecimientos y personajes reales, que han formado parte del mundo, y aún destruyendo sus esculturas, siguen formando parte de la historia. Es como si destruyéramos Versalles, sus jardines, esculturas u otra parte de nuestro patrimonio cultural no por ello evitaríamos los crímenes cometidos por los gobiernos injustos, y lo único que lograríamos es que lo poco bueno que hicieron, es decir el arte, la cultura, se borrara suprimiendo alo artista y su fruto.

Con la evolución del tiempo, las nuevas generaciones de personas llegadas de la Península, obligaron a cambiar lo del vale, dado que algunos no pagaban a final de mes, o discutían la firma y precio de las compras. Especialmente en los bares dejaron de admitir este tipo de crédito a nuevos clientes.

En el Instituto, cada año que pasaba iban abandonando los morenos, así como los blancos de alto nivel adquisitivo de su familia, porque desistían o se iban a estudiar los últimos años del bachillerato a la Península. En la isla, el bachiller era el máximo nivel de estudios posible, así que la familia que deseaba para su hijo una carrera universitaria en Guinea, tenían que enviarlo a España dos o tres años antes, para irse acomodando a la forma de impartir enseñanza y recibirla en Europa donde las aulas eran mucho más numerosas, no con cinco o seis alumnos como en África, trabajando con apuntes en muchos casos, algo ignorado en esa zona de Guinea; con profesores muy capacitados pero también más exigentes. Hablando del concepto de enseñanza que tenían esos profesores, el director Montenegro nos puso como ejercicio de final de curso un trabajo sobre la amistad. Con el fin de que fuera algo diferente de los demás hice un buen documento entre la amistad de un perro y un hombre, en el que al final del relato el perro daba su vida por su dueño. Bien por este artículo me hicieron un expediente, me suspendieron y quisieron expulsarme del Instituto, dado que consideraban les quería tomar el pelo, ya que ellos no concebían esa amistad o relación entre un animal y una persona, gracias al padre Pérez que era el secretario no me expulsaron. Lo curioso es que por aquellos años a Juan Ramón Jiménez le dieron el premio Novel en parte por su relato de la amistad de un asno y su dueño en Platero y Yo. Ese trauma cercenó mis deseos de escribir durante cincuenta años, lo que libró a la Humanidad de tener que soportar mi inagotable capacidad de escribir.

En nuestro Instituto, a pesar de pertenecer al “Ramiro Maeztu” de Madrid, el 80 por ciento de los profesores no eran universitarios, por lo menos en la rama que impartían, pero era lo único disponible, hubo no obstante profesores excepcionales como el doctor Faubel en química (1946/48), este hombre era uno de los fundadores de unos prestigiosos laboratorios, radicados en Valencia, Laboratorios Natra. En cuarto curso de bachillerato sólo quedaban como nativos Manuel Kombe y Rogelio Mbulito; como blancos, siete u ocho: Paquita Monís, Luis Sánchez Monge, etc. El último año de bachiller, el séptimo de los que constaba esa enseñanza entonces, sólo quedábamos dos alumnos nada más para mi curso, contra catorce profesores: Manuel Kombe y yo; así que todos los días nos tocaba dar la lección, aunque los profesores fallaban más que una escopeta de plomos. Muchos días ni aparecían, dado que tenían lo que se dice ahora pluriempleo. En la mayoría de casos eran sacerdotes o funcionarios con otra actividad, como he explicado antes. Por ejemplo el de dibujo y matemáticas era el delegado de Iberia, don Alfonso de las Casas, y cuando venía el avión que entonces tenía vuelo semanal con la Península, no aparecía por clase, quiere esto decir que como mínimo una vez por semana.

Con el profesor de filosofía, padre Roca, abusábamos de su bondad. Cuando no habíamos estudiado la lección, o queríamos ir a dar una vuelta, me encargaban que lo organizara. Tenía dos formas fáciles de hacerlo, una diciendo que no veía muy claro lo de creer en Dios, entonces me remitía el profesor a un texto de Balmes, especialmente su silogismo: “De la nada no sale nada, es así que existe algo, luego ha existido siempre algo; si a ese algo lo llamamos Dios, luego Dios existe”. De esa forma nos enfrascábamos en unas discusiones bizantinas.

La otra forma era decirle que no habíamos comprendido la lección, que nos la explicara. Su método habitual de explicarnos la lección, consistía en remitirnos al texto del libro, a que lo repasáramos para que al final de la clase nos lo preguntara. Mientras estudiábamos, él se dormía, sudando como mala cosa, dados sus muchos kilos sobrantes, la sotana y la nula ventilación de la clase. Cuando se dormía, abandonábamos el aula silenciosamente, nos íbamos a pasear un rato y a fumarnos nuestros primeros pitillos a escondidas, y a la hora en punto volvíamos, nos sentábamos, empezando ruidosamente todos a toser, o hablar en tono encendido hasta que se despertaba. Carraspeaba para disimular, se secaba el sudor con una media de lana, y preguntaba: –¿Ya os sabéis la lección? –Sí, padre– respondía yo. –Pues dímela tú mismo. –Lo siento, padre, no puedo porque tengo que irme a la clase siguiente respondía. Así terminamos el curso en la lección quinta de un curso que estaba basado en cuarenta y tres lecciones o capítulos. Yo me cobraba la comisión por mis servicios de las chicas, con castos besos en la mejilla, que a mí me sabían a gloria, subiendo mi cotización en el mercado varonil, que ya empezábamos a fijarnos en aquellos bultos que emergían en las blusas y camisetas de las féminas, que a nosotros no nos salían y nuestros deseos se centraban en tentar las diferencias, que orgullosamente las chicas intentaban destacar con movimientos de su torso hacía delante, o con roces al pasar cerca de algún muchacho preferido, en esos juegos de la atracción que tan bien practican las mujeres, que como el pescador va dando sedal y cebo al incauto pez, y suelta cuerda o recoge según le convenga. Nosotros como boquerón tonto solo abrimos la boca para intentar comer el bocado, pero siempre que lo decida el “pescador”, que es quien elige la presa. Por desgracia en aquel tiempo yo no era bocado selecto, en parte porque me había roto un diente jugando al fútbol sobre el cemento, y justo en medio de mi boca, me colocaron una pieza de oro, que tendría mucho brillo mi sonrisa pero era un defecto que destacaba negativamente, así que el sonrisa de oro no se comía una rosca, por otro lado mi estructura física consistía en unos huesos mal colocados con un aspecto de niño imberbe que siempre pareció que tenía muchos menos años de mi edad real y en aquel entonces las adolescentes los deseaban maduros, más desarrollados.

A veces jugábamos al fútbol en el recreo, Manuel Kombe lo hacía muy bien, siendo la figura del equipo. Algunos partidos eran contra los internos indígenas que había en la Misión anexa al Instituto. No hacíamos mal papel, pese a que ellos tenían más cantera y estaban mucho mejor entrenados, pues era su única distracción; por otra parte, los pámues, procedentes de la zona de Rio Muni, eran muy numerosos entre los internos. Esta tribu demuestra una habilidad especial para cualquier deporte y su estructura física es habitualmente más fuerte que la del bubi, en esos partidos procuraban demostrar algunos la superioridad física sobre el blanco de turno, y nosotros poníamos nuestro mejor esfuerzo para contrarrestar esa prepotencia. En esos años ya Manuel empezaba a demostrar su afecto con la dulce Irene Ñalo, una combe con la que se casó años más tarde.

En las escapadas que hacíamos de clase a clase, íbamos a Punta Fernanda, donde tenía los cuarteles y hacía la instrucción la Guardia Colonial. En ese paseo existían las lagartijas más hermosas y grandes de la Isla,, con una mezcla de colores verdes, rojos y algo de amarillo creo, a las que acribillábamos a pedradas: nos entusiasmaba ver sus rabos separados del cuerpo moverse, reptando como si estuvieran unidos a la cabeza. La juventud está compuesta de monstruos en período de desarrollo, unos logran que fructifique ese desarrollo y salen en las páginas de los periódicos, otros frustran esa esperanza, pasando como ciudadanos de vida gris, normal y vegetativa. Esa zona es la única parte de la isla donde existían unas hojas parecidas al trébol, que cuando pasabas la mano por encima de ellas se cerraban rápidamente, no se volvían a abrir hasta transcurridas dos o tres horas, eran plantas carnívoras, lo triste es que como estaban al final del Paseo, y se iba hundiendo con el tiempo, se habrán perdido.

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