miércoles, 25 de julio de 2012

FERNANDO EL AFRICANO- NOVELA- XXXII




Punta Fernanda era el paseo de los enamorados, las parejitas se iban a hacer sus primeros escarceos de amor, a ocultarse de los ojos mundanos, bajo los árboles del perfumado ilang-ilang. Cuando una señorita blanca ya había ido muchas veces a esos paseos acompañada por un joven, era tachada en las listas de posibles nuevas novias formales, ya que su reputación había quedado manchada, no ya por los paseos, sino en muchos casos por las malas lenguas que contaban lo que en realidad no acaecía en los grises de las tardes preferidas por las parejas, donde en sus penumbras, las mozas que se aventuraban a ir acompañadas empezaban a ser fuente de murmuraciones y exhalar olores a azufre de los infiernos satánicos. Pero con azufre o sin azufre había voluntarios de ambos sexos.


Aunque habría que decir que cada cierto número de años se hundía una parte de la punta, unos opinaban que la erosión de las olas del mar hacían posible esa pérdida de tan magnífico y romántico paseo, otros podrían opinar que Satanás castigaba los pecados, hundiendo en el mar el sofá de nuestros primeros besos, de nuestros torpes abrazos, en fin lo que la imaginación libre del lector crea conveniente. Desde sus bancos de azulejos con motivos africanos de oficios, hábitos, peinados, se divisaba el Pico de Santa Isabel( pico Basilé), rodeado de su corona de nubes como recordándonos que en esas tierras había gobernado un rey de tribu, la punta opuesta a Punta Fernanda y que cerraba el semicírculo de la bahía era Punta Cristina. Entre las dos se situaban dos playas, así como los dos muelles del puerto, el antiguo y el moderno. El monolito al primer gobernador que nombró España, que dado la ausencia de compatriotas, tuvo que nombrar a un inglés llamado Beecroft, era el límite de la Punta, donde terminaba el paseo, ello era prueba de que había sido mucho más larga, como se observa en varías fotos antiguas.

Cómodos sentados en ese bello paraje en mayo alegraban el horizonte las ballenas con sus surtidores de agua, como fuentes colocadas en el paseo para su mayor gozo, que se dirigían en su migración anual a los mares del Sur, así que sentados en los bancos de azulejos con motivos africanos del Paseo, se observaba el juegos de surtidores y aletazos que en aquellos años no le dábamos la importancia de su valor ecológico y de preservación de la naturaleza. No existían en aquellos tiempos las grandes flotas de coreanos y japonés esquilmando el Atlántico. Cada uno se imaginaba la ruta que seguiría el cetáceo, bordeando las frondosas costas de Gabón, Congo o bordeando las desiertas playas de Namibia, o luchando en las corriente del Cabo de Buena Esperanza para llegar a las aguas del Índico, tal vez sumergiéndose para ver los corales de las islas cercanas, sin tener necesidad de pasaporte para viajar o buscar techo donde pernoctar.

Los domingos, a la salida de misa, el paseo de Punta Fernanda era también recorrido típico de matrimonios, niños y población en general, para que después de haber gozado de un anticipo al Paraíso pululando por esa zona, bajar hacia el Chiringuito, donde Arturo les preparaba un atractivo aperitivo. En ese paseo obligado a todas las parejas fernandinas se han cimentado matrimonios, hombres, mujeres y amores, y en su ladera derecha se construyó la primera playa particular: la playa de los Catalanes, cala minúscula por la que se descendía desde una puerta con candado a la que sólo se accedía por recomendación, o ser una niña bonita. De la escuadrilla aérea que hubo años más tarde en Fernando Poo, se estrelló un caza militar, dicen algunos por hacer demostraciones ante las bañistas que sabía estaban tomando el sol en sus arenas, gracias a Díos salió ileso dada la escasa profundidad, pero espero aprendiera la lección. En todas esas poblaciones pequeñas los uniformes militares de los marinos y de los aviadores, con sus guerreras blancas, sus entorchados dorados, y sus gorras laureadas nos hacían una competencia desleal y nos arrebataban las mejores ninfas del mercado. Ellas no se daban cuenta que rechazaban a personas como yo, manantial de amor inexplotado en aquellos tiempos.

De los cuarteles de Punta Fernanda bajaba todas las mañanas a las ocho, una escuadra de la vistosa Guardia Colonial, para hacer el relevo de la guardia del Gobernador, y tras su música iba un desfile de curiosos, como si fuera el Palacio de Buckingham, para ver no solo el cambio de la guardia, sino el izado de bandera al son del himno nacional, ceremonia que se repetía en la bajada de bandera todas las tardes al ponerse el sol, como siempre nos pillaba por la plaza, yo creo que me he cuadrado más veces que un militar de carrera. Siempre me llamó la atención los mensajes que se trasmitían los dos cabos del escuadrón al hacer el cambio, hablándose en voz baja y misteriosa, y pensaba que sería una contraseña o secreto que era la clave para asegurar el Palacio del Gobierno contra enemigos imaginarios, no podía soñar que años más tarde yo haría ese cambio de Guardia y velaría una noche ese Palacio junto a mis compañeros del servicio militar, sustituyendo por un día a esos gallardos soldados.

El 5 de marzo de 1948, estando haciendo un inventario del almacén de mercancías de la tienda en que trabajaba mi padre, presentimos una catástrofe al pasar de una especie de silencio total a un principio de temblar el edificio donde estábamos como si se iniciara un terremoto y en su punto álgido el techo entero, de unos cuarenta metros cuadrados, se elevó por la fuerza del viento, desprendiéndose las chapas de zinc y sus vigas de madera de las paredes de cemento que lo soportaban, desplazándose unos diez metros por el aire como una alfombra mágica, hasta caer con gran estruendo en el jardín cercano donde teníamos el gallinero y las cocinas, durante unos segundos que nos parecieron horas nadie se atrevió ni a pronunciar palabra hasta que al disminuir la intensidad del viento nos atrevimos a asomar la cabeza por la puerta. Pese a mis quince años me pareció aquello como una historia de las Mil y una noches, huérfanos de televisión, prensa y radio ( casi) nuestra cultura no captaba las fuerzas de la naturaleza, capaces en unos minutos de destruir una ciudad, una plantación, o hundir un barco. En esos tiempos descubrí la Biblioteca Pública y sus tesoros, donde en papel impreso, el lector podía viajar tan lejos como la imaginación del que lo había escrito.

Aquel tornado fue tan devastador para las plantaciones de banana, en general para la economía de la isla, que el Consejo de Ministros procuró ayudas especiales, emitiéndose un sello de la efigie de Franco, habilitado para la ayuda a los territorios españoles del Golfo de Guinea. Recuerdo que entreabriendo la puerta del local, veíamos volar las chapas de zinc por las calles como si fueran papeles. El único muerto fue debido a que una de estas chapas le cortó el cuello a un viandante, delante de la factoría de la familia portuguesa Pinto. Suerte que el viento duró pocos minutos, enseguida se inició la lluvia, y sabíamos por experiencia que cuando empieza a llover, disminuye la fuerza del viento, dejando de ser peligroso; no obstante, las consecuencias fueron desastrosas para muchos poblados indígenas cuyas casas quedaron totalmente destruidas. Quedó perjudicada la agricultura de la región, especialmente las plantaciones de plátanos, pues esta planta no resiste el viento como los árboles de cacao, palmeras u otras especies, aunque es cierto que al quedar la raíz, en un par de años se ha recuperado, dado el fértil suelo de la isla.

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