Lago Biao o conocido como lago de Moka
sus orillas estaban llenas de serpientes negras
VUELTA A CASA
De vuelta a Santa Isabel, organizamos un baile en casa de Isabel, que iba a mi curso en el Instituto, su padre era funcionario y por eso vivían en las casas de Serrano en la avenida Beecroft delante de mi casa; lo pasamos muy bien. No estaban sus padres, y cada uno se arrimó todo lo que ellas nos dejaron que tampoco era mucho. Había algunas muy calentonas, a estas nos las rifábamos haciendo cola para bailar con ellas. Las estrechas no bailaban con nadie, se hacían las intelectuales, y no estábamos para puñetas, ya que en aquellos años, salvo excepciones, lo único que se conseguía de una chica a nuestra edad, era un achuchón, un calentón de neumáticos, y poco más en cuanto a raza europea se trataba.
Al pasar la barrera de los dieciséis, nos dimos cuenta de que para los africanos era diferente, no existían tabúes en las relaciones sexuales, todo era más natural, espontáneo, maravilloso, para nuestro desarrollo sexual y emotivo.
Gregorio dijo que conocía a una mininga (este término se usaba para definir a una mujer de la vida, pero en realidad su traducción sería mujer simplemente, sin peyorativos. ) con la que había hecho “chiqui-chiqui” su hermano, así que Gregorio, Luis y yo quedamos para ir al día siguiente.
Esa mañana ayudé a mi madre en la tienda, y como subió a casa a ordenar la comida al cocinero Nelson, cogí algo de dinero del cajón, para lo que pudiera pasar por la tarde.
Todos nuestros deseos se transformaron en un escalofriante fracaso. Nos pasamos toda la tarde sin atrevernos a entrar en casa de la mininga llamada Anita, que muy ñanga- ñanga (elegante), con su lapá, clote de vivos colores rodeaba su cintura, atándolo con un nudo en su parte lateral, una blusa sin mangas del mismo color insinuaba su esbelto pecho. Sus trenzas de cabello negro, fuerte y grueso moldeadas con un hierro calentado al fuego, eran una trama que rodeaba su despejada frente; ella nos vio pasar una y otra vez delante de su puerta, y me dio la impresión de que se reía de nuestra timidez, a la vez que no se querría complicar la vida con unos menores de edad, ella seguía en la puerta de su casa con un rascador convirtiendo algún tubérculo (malanga, yuca, ñame) en harina. Cansados de dar vueltas decidimos volver a casa, pero juramos que a los demás les contaríamos que habíamos estado con ella, que todo fue un éxito.
Subí con Eduardo Sobrino a la finca Mercedes. Me constaba que en la finca había una red de vías similares a las de ferrocarril en las trochas principales, existiendo unas vagonetas tipo Decauville, que se utilizaban para cargar grandes pesos y bajarlos hacia el embarcadero o el patio central, aprovechando la inclinación del terreno. Buscamos el inicio de la vía, oculta entre la vegetación, el sistema solo se usaba en la época de recolección del cacao, quiere decirse una vez al año, durante un par de semanas, con lo que la vegetación decorosamente, cubría en algunas partes los raíles, aparte de que en los últimos tiempos traían una furgoneta de la Central y el transporte lo hacían con la misma. Entre los dos empujamos una vagoneta hasta la parte alta de la finca, luego bajamos unos seiscientos metros a toda marcha, pero al llegar cerca de la playa, tuvimos que saltar, el freno no funcionaba, y el artefacto al llegar a una curva no siguió la vía y se precipitó a un pequeño terraplén lateral; por la tarde volvimos con unos braceros, con su fuerza y unas cuerdas la volvimos a situar en la vía. Tomamos la decisión de volver a probarlo, ya que fue una experiencia emocionante y arriesgada.
El lunes, Eduardo volvió a Santa Isabel, quedándome nuevamente solo con el señor Sancho.
Por la mañana decidí aventurarme, a ver como se me daba pasar un día completo, sin más compañía que los animales del bosque, y algún bracero con el que me podía encontrar en la finca, ya que la plantación estaba muy lejana a cualquier poblado bubi, perteneciendo todos los senderos y caminos a la propiedad privada de la explotación, así que me preparé con la intención de pasarme todo el día cazando, Udó, el cocinero, me preparó una barra de pan con embutido, cogí mi escopeta, una caja de cartuchos, encaminando mis pasos hacia la parte de la finca que sabía que esa mañana iba a estar sin ruidos, por haberse trasladado el personal a la zona donde estaba plantado el café. Cuando silenciosamente deslizaba mis pies sobre el suelo cubierto de vegetación, escuché unos pasos que se acercaban al lugar, apareciendo por el sendero una hermosa calabar, hija de un bracero de la plantación, cimbreando su cuerpo al andar a paso vivo, con una palangana sobre su cabeza, llena de plátanos que había cogido. La saludé, iniciando con ello una experiencia maravillosa. Nos pusimos a hablar, la invité a compartir mi bocadillo, y ella empezó a besarme suavemente en la mejilla, lo que aceleró mi corazón, yo no sabía que hacer, ella me cogió una mano y se la llevó a su pecho, al sentir aquello tan mórbido, me entraron ganas de seguir acariciando sus pechos y de seguir descubriendo los secretos del cuerpo femenino, pero yo seguía sin decidirme y sin atreverme hasta que ella me invitó con gestos y palabras, a hacer el amor. Yo no sabía cuales eran los pasos, ritos y actitudes para colmar mis deseos creo que ella lo hizo todo. Cortó dos hojas de una platanera, las extendió en el suelo, y sobre ellas, con naturalidad, fue dejando sus prendas más íntimas, quedando desnuda ante mi mirada; en vista de mi paralización, me ayudó a quitarme la ropa, ya que yo no atinaba a nada. Estaba tan nervioso que me temblaban las manos. No recuerdo si me gustó el acto en sí, pues el grado de ignorancia por mi parte fue demasiado pero fue una experiencia vital. De lo que sí me di cuenta es de que fue algo muy espontáneo; ella actuó de una forma tan cariñosa, perdonando mi torpeza, llevándome a un mundo del que en aquel entonces no tenía referencias, relatos, y lo poco que sabía no se parecía a la realidad. Sus labios carnosos adornaban unos dientes blancos y fuertes, que acariciaban mi cuerpo, me abrían un libro ignorado por mí, cuyas páginas eran cada vez más excitantes, con la originalidad de que ese libro lo escriben dos personas a la vez, y como una serie de televisión, no se termina nunca, puede tener todos los enredos, así como capítulos, que los autores consideren oportunos.
Cuando volví a la casa no me atrevía a mirar al señor Sancho a la cara, por si me notaba algo, así que le dije que me dolía la cabeza, y me fui a la cama sin cenar.
Cuando me levanté por la mañana, estaba muy nublado, entonces es cuando disfrutaba el jején o jenjén. Es un mosquito minúsculo, que masivamente se posa en el cuerpo, llega a cubrir totalmente brazos y piernas, te deja con aspecto de nativo; cuando intentabas quitártelo de encima, como ya te había chupado la sangre, parecías un piel roja, levantaba pequeñas ampollas a los novatos, que incluso les daba fiebre, y a los veteranos de Guinea sólo nos marcaba unos círculos rojos donde habían picado. Se conoce que nuestra sangre con gusto de quinina no les apetecía. En cuanto tomaban el aperitivo, los mosquitos nos dejaban en paz. Su nombre científico ya indica su mala leche: Culicoides hostilissima.
La aventura con Gabriela, la hija del bracero, no se borraba de mi cabeza. Así que durante varios días aceché el poblado para verla, hasta que conseguí convencerla de venirse a una zona desierta cercana a la playa, donde me confesó su temor a nuestros posibles encuentros por si se quedaba embarazada. Nuestras citas se fueron incrementando, cada día encontraba más fascinante y maravilloso todo aquello. Mis dedos, como un ciego que practica el alfabeto Braillie, iban conociendo cada rincón de su cuerpo, cada relieve de su piel, los montículos de su cuerpo protegían valles maravillosos, y yo como un excursionista, subía montañas y bajaba a los valles. Mi gozo en un pozo. Parece ser que su padre empezó a sospechar. Sin saber cómo ni dónde, Gabriela desapareció de la finca, nunca más supe de esa mujer que dejó la huella de un deseo sin intereses, aunque diría que fue un intercambio de afectos y conocimientos de cómo eran los blancos, y por mi parte de todo lo que significaba la mujer, salí ganando del cambio, pero a esa edad, uno tiene menos malicia que arrugas, por lo que no se pone en una balanza lo que uno da o recibe.
Una mañana paseando cerca de la desembocadura de uno de los numerosos ríos cercanos a la finca, oí los chillidos de una ardilla, así que armado de mi escopeta de calibre 12, con cartuchos de perdigón 8, me acerqué para matarla, y me causó extrañeza, no solo que no callara en sus gritos, sino en que no huía ni intentaba esconderse, así que despacio me fui acercando a ella, para tener más seguro el tiro, hasta que observé que miraba hacia más arriba de mi cabeza, por lo que intenté localizar su objeto de atención, y me encontré que por encima de mi cabeza, y a punto de desprenderse de la rama, estaba un serpiente mamba verde, así que retrocedí dos pasos y disparé sobre su cabeza. Cayó decapitada en el camino, y desde aquel día que la ardilla me salvó la vida, les tengo muy especial simpatía, además de que me ha enseñado que cuando un animal del bosque se comporta de una forma anormal, hay que estudiar el caso, ya que en los animales las pautas son como sus leyes, las cumplen rigurosamente, no como los humanos que hasta dormidos somos impredecibles y peligrosos.
La primera semana de diciembre empezaban en la isla los movimientos y signos externos de Navidad, tales como permisos concedidos por la Policía para la compra por parte de los nativos de bebidas alcohólicas, el resto del año estaban muy controlados, sólo se les concedía con motivo de bodas, óbitos y bautizos, salvo a lo que se denominaba emancipados, los cuales gozaban de los mismos privilegios que los blancos. La ventaja de la Isla es que en esas fechas es la época de seca, así que hay muchas posibilidades que los bailes se prolonguen horas, días y hasta una semana sin que llueva, lo que ayuda al auge de la fiesta.
Hay que recordar que en un entierro se organiza un gran festejo, donde corre la bebida todo lo que permite la economía de la familia del fallecido y hasta es habitual que algún familiar o experto invitado cante en alabanzas al ser querido que nos abandona, y el resto de comensales va repitiendo los estribillos o frases ocurrentes que dice el especialista, en ese recital de las virtudes del fallecido estas aumentan en función de la bebida que consuma el canto autor, de tal forma, que en algunos casos hasta puede comentarse que el fallecido era rey de su tribu, hombre pájaro o atributos impensables. Este personaje que puede ser un espontáneo o una persona que en sus cantos guarda parte de la tradición oral de sus pueblos, como trovador en Europal, canta y actúa algo parecido a nuestras plañideras, pero con alegría en vez de llantos, lo que parece más cristiano, dado que el que fallece va a un mundo mejor. Aunque como dice un amigo mío: “Voy a empezar a pecar, ya que toda la gente divertida peca, por lo tanto no va a ir al cielo, luego si yo no peco, me voy a quedar solo y aburrido allí arriba”. Creo que hasta en eso, hay que actuar con mesura y sin perjudicar a nadie. Ese es el único pecado grave, perjudicar a otras personas.
Por esas fechas había más trabajo en la tienda de mi madre. Cuando salía de clase, ayudaba a mi madre a despachar. Los nativos empezaban a faltar al trabajo, para ir por las calles con los baleles (bailes típicos) con sus tambores y la clásica botella golpeada con una cuchara, con la cual llevaban el ritmo acompasado de sus bailes. Así estaban hasta después de Reyes, algunos cuando se cansaban, dormían en casa de un amigo cercano o en las calles, pero parece como si fueran capaces de estar veinticuatro horas bailando sin parar. La danza los introduce en un mundo profundo inescrutable para nosotros, el alcohol es la pócima que utilizan para transportarse al mundo fetichista o a ese estado anímico, en que parecen otros seres, como si sus almas se hubieran trastocado.
Venían muchos a casa a felicitarnos las Navidades. Siempre traían una carta muy bien escrita por el intelectual del barrio. Mis padres les regalaban bebidas, que es lo que más agradecían. En esas fechas la Policía no controlaba tanto las relaciones de compra y venta de bebidas que teníamos que hacer cada mes en un libro de registro, que había que sellar cada treinta días en la Comisaría de Policía, acompañado de los permisos de bebida que se habían despachado, en otras palabras era un inventario y balance obligatorio de las entradas y salidas de todo elemento que tuvieras alcohol. El artista famoso de las cartas era José, el hijo de la casera, que se ganaba la vida escribiendo las cartas e instancias de sus paisanos, con tal habilidad, que nosotros agradecíamos más sus escritos que él nuestras gratificaciones.
A las barricas de vino que vendíamos en la tienda, se les añadía en esas fechas, un 10 por ciento de agua, para que no les sentara tan mal, así que algunas noches después de cerrar la tienda, bajábamos nuevamente y entre todos íbamos poniendo los grifos a las barricas que estimábamos se podían despachar al día siguiente. Por el tapón de arriba hacíamos los trasvases necesarios. “Agua, divino cristalino que hay que añadir al vino.” Era necesario hacerlo dada la competencia, ya que las empresas que importaban el vino de la Península en grandes cantidades, como Carretero, vendían en su comercio una garrafa al mismo precio que a nosotros, pese a comprarle grandes cantidades, así que nuestro margen era el agua que incorporábamos, de esa forma también nos permitía vender algunos litros de vino sin permisos de la policía y favorecer algún amigo del país, que no le habían dado la autorización.
Nuestro negocio familiar no tuvo que ser muy prospero, ya que trabajando todos en casa, mis padres y mis hermanos, nunca en África tuvimos una propiedad, ni casas, ni terrenos ni nada de nada, tanto es así que mis padres ya jubilados cuando volvieron a Barcelona, tuve que pagarles la entrada de un modesto piso que deseaban comprarse.
Algete a 3 de octubre de 2012
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