domingo, 10 de junio de 2012

FERNANDO EL AFRICANO-NOVELA-XV

Seguimos con el desembarco a la llegada a Fernando Poo :






Mi madre fijando su mirada en la zona cercana a los almacenes del puerto, donde se refugiaba todo el mundo a la sombra que proyectaban las chapas de zinc de los tejados, reconoció a papá en aquel tumulto de gente y junto a él, estaba toda nuestra familia guineana –mis tíos Paz, Julián, mis tías y mis primos los cazadores de elefantes y sus hermanas–, todos ellos con su pantalón corto, camisa y medias blancas, los hombres sujetas a la zona cercana a la rodilla con una buena liga que te cortaba la circulación, y camisa y pantalón de color blanco o caqui, las féminas de vivos colores, algunas con pamela en vez de salacot. Toda la ropa blanca se trataba con azulete y almidón al plancharse por lo que quedaba acartonada pero de un blanco brillante que hacía resaltar más los colores de la piel, bronceados por el astro rey.

Desembarqué, descendiendo por la empinada escalera y sujetándome con fuerza a las cuerdas que servían de pasamanos, jugando con mis ojos unas veces mirando a mi familia en el malecón y otras a las cristalinas aguas del puerto, viendo las sardinas como saltaban como si quisieran darme la bienvenida, mi corazón latía como un tambor, ante tantas sensaciones, ilusión, emoción y algo de miedo, mi padre nos abrazó con ojos llorosos. Su voz sonora trajo a mis neuronas su tono potente, con cierto acento catalán que no perdió nunca. Mis primos nos trajeron unos salacots blancos (sombreros fabricados de corcho y tela) que nos obligaron a ponernos para evitar la insolación. La verdad, eran incómodos, debían de haber sido de sus padres, porque el mío se me hundía en la frente y casi no veía nada, me quedaba a la altura de las pestañas, esto me dio algo de seguridad ya que debajo de aquella tienda de campaña más que sombrero, no me podría detectar un animal fiero con facilidad. Con los años se ve que las cabezas se endurecen y al cabo de unos diez años de vivir en esa zona, ya no es necesario llevar la cabeza protegida, salvo que se esté muchas horas seguidas bajo el sol. Se endurecen las cabezas y se ablandan las ideas.

Después de desembarcar las maletas, los bultos, algunos paquetes conteniendo regalos y por ejemplo mis colecciones de tebeos de Flash Gordon, se repartió la carga entre el servicio doméstico, los boys (así se llamaba en África a lo que podríamos definir como los criados), emprendiendo una especie de safari. Cada familia hacía lo mismo, una vez descargado el equipaje, formaban grupos e iniciaban la marcha, salvo algún finquero que aprovechaba el camión de la plantación para ir a recoger a su familia, dada la distancia hasta las plantaciones y la ausencia de un servicio público de autobuses a las fincas, salvo que estuvieran a borde de carretera. El camión era en aquel entonces el único vehículo utilizado para desplazarse a la ciudad desde las plantaciones. No existían en la ciudad taxis para poder alquilarlos, y en aquellos años, poca gente particular gozaba de un turismo para su uso. Nosotros éramos 14 personas contando los dos boys para emprender el safari. Me quedé asombrado de que unos de los nativos llevaba una torre de bultos sobre su cabeza y ni se inmutaba por su peso ni por su equilibrio, para poder soportar la carga hacían una especie de colchoneta con una tela o con hojas tiernas de plátano. Con el tiempo observaría que hasta las botellas de agua las llevan en la cabeza sin menoscabo de su equilibrio ni de su fluida marcha.

El camino se iniciaba después de atravesar los almacenes de la Aduana, situados a ambos lados de la prolongación teórica del espigón, y a la derecha del desembarco se presentaba una enorme cuesta, llamada la Cuesta de las Fiebres; supongo que ese nombre se debía a que después de ascender una pendiente de tal grado de inclinación y con los calores de la isla, debía uno sentirse enfermo al día siguiente. En 1914 hubo un tren cremallera que saliendo del puerto llegaba hasta Basupú ( unos 14 kilómetros de recorrido) a nuestra llegada en 1942 ya no existían ni vestigios de la vía, estando el camino asfaltado convenientemente y con pasamanos en la banda que daba a la playa.

Los árboles del paseo superior, llamado Punta Fernanda, se inclinaban sobre nuestras cabezas, los enormes “egombegombe”, árboles paraguas llamados así por extenderse sus ramas horizontalmente, árboles que cumplían su función con creces, dando una sombra casi tenebrosa a toda la cuesta, con lo que se disparaba nuestra sensación de miedo, pánico y casi terror, especialmente a mí, un niño de ocho años castigado por la sensación de inseguridad constante, algunos ilan- ilan daban ese olor tan profundo y agradable, que pensaba yo “ si me come una fiera encima le va a parecer que estoy cocinado con hierbas aromáticas. Todo ello con mayor motivo después de las historias truculentas que nos habían contado mis primos. Salvador y yo nos pusimos en medio del grupo, pensando que si nos atacaban los elefantes o saltaba una serpiente desde los árboles que teníamos encima de la cabeza, alguien nos defendería o se los comerían a ellos antes.

Vencida la cuesta con nuestros primeros sudores de terror o de calor o un poco de cada, y al dejar de tener la sombra protectora de los árboles, fue como si nos hubieran puesto bajo cien focos de luz para filmar una escena, o un interrogatorio policial de tercer grado. El sol nos daba la bienvenida y la advertencia de su poder. Desembocamos en una plaza maravillosa, adornada por unas palmeras únicas, que mostraban su tronco perfectamente recto de unos dieciocho o veinte metros de altura, compitiendo con las torres de la catedral, construidas por el hermano misionero Diego Rubio en 1916,, según planos del padre Luis Segarra, y que con sus cuarenta metros de altura, era la primera visión de la capital que se observa desde el barco en alta mar, con el fondo maravilloso del pico, comentado anteriormente. El cielo totalmente azul nos presentaba una cabalgata de nubes pequeñas desfilando , como si fuera globos portados por una cuerda invisible de la que tiraban en perfecto orden para representar aquel festival mitológico que parecía los Dioses nos querían ofrecer como bienvenida a la Isla. Un espectáculo de títeres, cuyas cuerdas movían en el Olimpo Zeus y sus aláteres para diversión matinal.

El cuadrado de la plaza adornada por las palmeras, tenía en un lado el Palacio del gobernador, una residencia estilo clásico de majestuoso aspecto, de dos plantas cuadradas, rodeada la planta baja de una galería cubierta, que facilitaba el rodear el edificio sin mojarse en caso de lluvia, dando sombra a las dependencias oficiales, situadas en la planta baja, siendo la superior dedicada a vivienda oficial del gobernador; su entrada a la amplia escalinata que se observaba desde la calle, quedaba sostenida por columnas de capiteles jónicos. Todo ello tenía el colorido de un escuadrón de la Guardia Colonial, negros vestidos con un llamativo uniforme blanco, con sombrero estilo moro de color rojo, lo mismo que su generosa faja, y cordones dorados: el mismo uniforme que habíamos observado en los músicos del puerto. Este escuadrón de la Guardia Colonial, daba al Gobierno de la Colonia protección, empaque y a la par eran los ordenanzas del edificio, quienes indicaban al que llegaba al Palacio donde tenían que dirigirse, ya que en el mismo edificio existían oficinas de servicios públicos, siendo lugar de cita obligada para los delegados de todos los servicios oficiales, al dar cuenta en sus dependencias de la marcha de sus departamentos bien al Gobernador o al Secretario General, dependiendo de la importancia de lo acontecido. En la parte trasera de este edificio se instaló durante algunos años, unas jaulas con una pareja de leopardos, un chimpancé y algún simio más. El chimpancé muy conocido por los veteranos de la Colonia, había pertenecido al doctor del Val, y de vez en cuando se le escapaba a sus cuidadores, en su huida entraba en la cocina de los Misioneros y se zambullía la comida que estos pensaban disfrutar. También tenía afición a ir al bar Chiringuito a sentarse en el mostrador y degustar alguna bebida, para desesperación del propietario del local.

A su izquierda la catedral, y a la derecha la misión, donde vivían los padres de la Congregación de Misioneros del Inmaculado Corazón de María (PP Claretianos), que además de cuidar del culto religioso, llevaban la responsabilidad de parte de la enseñanza en la colonia. Cerraba el cuadrado de edificios el lado menos vistoso, pero muy importante, enfrente del Palacio, el llamado Chiringuito, un bar de planta baja que dominaba toda la bahía, con una vista maravillosa, incluida los islotes Enriquez, unos terrenos que se percibía habían formado parte de la otra punta que cerraba la bahía, Punta Cristina, y que algún movimiento sísmico ocasionó su separación.

Pasamos por delante del Palacio, tomando la calle 19 de Septiembre que nos llevaría a casa de mis tíos. Las calles de la ciudad, trazada a estilo colonial, eran rectas, simétricas, empezando en el mar y muriendo en el bosque limitado por el río Cónsul; todas estaban asfaltadas y alcantarilladas. La mayoría de las casas eran de dos alturas, con techos de dos o cuatro aguas construidos sobre la base de chapas de zinc, pues al llover tan torrencialmente si tuvieran terrado, azotea o algo parecido, sería normal que existieran goteras. Las paredes estaban construidas de ladrillo pintado de blanco o en algunos casos de madera. Esta ciudad era de mayoría europea o de emancipados, aunque había zonas por ejemplo los barracones de Nauffal en el lado derecho de la plaza Jordana donde estaba el Ayuntamiento, en esos barracones alternaban europeos e indígenas no emancipados ( mi familia o sea yo, viví dos años en uno de ellos). Los emancipados eran negros considerados con los mismos derechos que los blancos. Concepto injusto en estos tiempos, ya que todos tendrían que haber gozado de los mismos derechos, aunque entonces estas discriminaciones parecían naturales, aunque no hay que olvidar que a los blancos igualmente nos aplicaban el rodillo de la desigualdad y nuestros derechos consistían en trabajar y callar , si protestabas en España te aplicaban el “ tortazo”, en Guinea el embarque y la ficha policial.

Llegamos a la calle Canarias, con los boys sudando y cansados, sus pieles brillaban como si se hubieran dado betún, relucían al sol y cuando se les acumulaba unas gotas como perlas en su frente, con un movimiento ensayado infinidad de veces, pasaban un dedo que recogía esas gotas y las lanzaban al aire, donde tal vez antes de llegar al suelo ya se habían evaporado, pero nosotros no teníamos tiempo de tener conciencia de esas sensaciones, ya que era un verdadero impacto sensitivo para nuestra vida. Otra costumbre nativa era que cuando estaban constipados, se sonaban la nariz y con un dedo lanzaban sus mocos al suelo. En una ocasión que discutí esto con un amigo nativo, me manifestó que nuestra costumbre era peor, ya que guardábamos nuestros detritus en un pañuelo.(entonces no se utilizaba el clinex)



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