martes, 12 de junio de 2012

FERNANDO EL AFRICANO-NOVELA-XVI

Nuestros sentidos estaban concentrados en captar novedades, en principio todas ellas agradables, pero envueltas en temores, miedos e incapacidad para nuestros sentidos, de tanta exuberancia de la naturaleza: en vegetación, colores, personas; todo era diferente, el habla, las calles, las casas pintadas de blanco, y rodeadas de jardín, árboles llenos de frutos exóticos, tales como papayas, cocos, mangos, guayabas, sagua-saguas, saguaplones y otros muchos. Las ramas de los árboles moviéndose nos parecían serpientes y el movimiento o ruido tras un arbusto era el presagio de la embestida de un elefante o tal vez un león hambriento.; yo siempre con la regla de oro, levantaba el salacot para poder observar mi entorno, a ver si había uno más cebado que yo en la cercanía y si era así, cosa fácil dada mi envergadura, me consolaba ante el peligro eminente. Aquello seguía siendo el regalo de los dioses, en esta ocasión como un cóctel de frutas, olores y colores que el viento iba cambiando como presentando la carta de su menú, en el que con el tiempo distinguiría el olor amargo de la flor del café, el dulzón de la banana madura, o el agridulce del saguaplón.


Los boys vestían como los blancos: pantalón corto y camisa blanca; algunos descalzos, otros con zapatos. Para pasear en sus ratos de ocio, utilizaban los clotes de tela anudados a su cintura, en cuyo nudo les servía de monedero. Esta indumentaria era la misma para las mujeres, pero ellas llevan blusa y los hombres camiseta o torso desnudo, aunque algunas nativas en su ajetreo doméstico no cubrían sus pechos, lo que a mi inocente mirada solo le parecía objeto de estudio de anatomía que no había descubierto hasta entonces y me hizo sospechar que las blancas debían de tener aquellas cosas en forma parecida, pero tampoco le di importancia, dado que tenía demasiada información que acumular en mis neuronas trabajando a destajo y archivando carpetas de sensaciones a mi disco duro ( nunca mejor dicho lo de duro ) . Los días festivos acudían a misa de once, algunos nigerianos con trajes pantalón y chaqueta de lana de puro invierno, pero era fruto de algún regalo de su “masa”( amo/ patrón) ; a veces se confeccionaban un traje de terciopelo rojo y con su sombrilla o paraguas desfilaban orgullosos ante la mirada envidiosa de sus congéneres, era lo más ñanga-ñanga ( elegante) que se podía ir. En sus pieles negras destacaban sus blancas dentaduras, que se cuidaban frotándose con asiduidad los dientes con un bastón hecho con las raíces del citronel y del limonero, bastones que habitualmente llevaban encima, y cuando tenían que soportar una espera, aprovechaban el tiempo repasando sus magníficas dentaduras, cepillándose con el bastón hasta que se abría su extremo como un pincel. Son capaces de abrir una lata de sardinas de las antiguas, que estaban dotadas de una pestaña, presionando con sus dientes en la pestaña hasta levantar la tapa tirando hacia el lado contrario. Yo que he tenido una dentadura débil, que no cuidé en mi niñez, aparte de que como no había en aquellas tierras pasta dentífrica utilizaba el jabón Lagarto cuando me acordaba para lavarme los dientes. Con el tiempo empezó a ver una pasta roja de marca el Torero, que creo era peor que el jabón, y se me quitó la costumbre de ir al dentista ya que la primera vez que fui al Hospital con doce años parece ser que no tenían sedante y me quitó una muela a lo vivo un enfermero ( no había dentista). Un nigeriano que siempre que venía a la tienda le regalaba una lata de sardinas con la condición de que la abriera delante mío. Él tenía el desayuno asegurado a mí me caía la baba de sana envidia, era un buen trato para ambas partes. Los nigerianos tenían la costumbre de pasear con negras bicicletas por la ciudad, las bicicletas eran de origen inglés muy pesada pero resistentes. La bicicleta en el hombre y la máquina de coser en la mujer, son los dos signos de prosperidad del africano de esa zona.

La casa de mis tíos era una casa muy grande, de dos plantas, en la superior vivía el dueño Adolfo Jones, un negro de aspecto formidable, era como un armario ropero de grande, gran amante del boxeo, cuyos hijos serían compañeros míos en el colegio. Uno de ellos, Gerardo, años más tarde jugaría en la selección de baloncesto de Guinea, de la que era yo capitán y entrenador. Es un hombre entrañable, criado en Barcelona, que pese a ser yo el entrenador me enseñó mucho sobre baloncesto y compartimos viajes a Camerún a jugar partidos internacionales. Su abuelo era Maximiliano Jones, prócer muy estimado, de gran reputación en Guinea, especialmente en la segunda población más importante de la isla, San Carlos. La planta baja de su casa la tenía alquilada a mis tíos.

Mi abuela, la única que no había venido a recibirnos, nos esperaba en el rellano de los seis escalones que separaban la acera de la entrada a la vivienda; rodeada de arbustos cubiertos de flores, dalias, rosales, coleos y otras especies que denotaban estar muy cuidadas, su figura destacaba aún más. Yo no la conocía, pero su porte me impresionó, era una mujer seria, alta, de mucho volumen, sin ser gorda, bastante guapa, nunca fue muy efusiva con nosotros, en parte porque siempre había vivido con mis primos los cazadores africanos, y esos eran sus nietos predilectos. Como si fuera una reina nos recibió a pie de escalinata, dándome una par de besos algo fríamente, como analizando a esos nietos que de repente aparecían en su vida y desconocía si le podían aportar disgustos o alegrías.

Dejamos a la familia sentada en el jardín posterior de la vivienda, que parecía un zoológico más que un patio interior, donde tenían enjaulados loros, monos y otros animales, en un lateral estaba la escalera de entrada y subida al piso del propietario Adolfo Jones, y adosada como pasamanos existía un papayero cuyo tronco inclinado mostraba unos enormes frutos como melones alargados en forma de pepinos. Nuestros mayores iniciaron el intercambio de noticias, después de un año sin contacto personal, aunque mi abuela hacía mucho más, dado que desde su llegada a Guinea en el 36, no volvió a salir nunca, con la circunstancia agravante de que las cartas tardaban dos meses entre ida y vuelta, así que los niños fuimos a conocer los alrededores. En el solar de enfrente de la casa existían unos barracones de madera sus paredes y techo de chapa, donde mis tíos tenían un restaurante para indígenas y mi abuela era normalmente la que lo atendía, ayudada por dos camareros y un cocinero negros.

Generalmente la comida era plato único, a escoger entre arroz hervido con carne o pescado, bañado todo con salsa basada en aceite de palma; legumbres como lentejas, garbanzos, judías con chorizo o algún trozo de carne flotando en el puchero, algunas comidas nativas como fufú, garí (mijo), con su harina se hacían tortas fritas. Tanto éstas como las clásicas bolas de malanga, ñame o yuca fritas como albóndigas, siempre se les da sabor untándolas en una salsa basada en aceite de palma y picante.

El aceite de palma al ser totalmente rojo y espeso da la sensación de que es una salsa de tomate, aunque se nota su presencia, ya que su olor se pega a la garganta y te obliga a carraspear, hasta que te acostumbras a ello. La malanga tiene la forma de una patata o boniato, pero además sus hojas, parecidas a las de las acelgas, son comestibles hirviéndolas como las acelgas. Dicen los historiadores que el aceite de palma o bangá ha sido uno de los motivos del reparto de África entre las grandes potencias, que a principio del siglo XIX solo les interesaba del suelo africano el venir a la costa a comprar esclavos, pero que con la segunda revolución industrial a final del siglo y principio del XX, cambiaron el comercio de esclavos por el del aceite de palma entre otros, precisaban de esa palmera que producía un aceite, útil para jabones, industria, alimentación, y que de esa palmera como el cerdo se aprovechaba todo, así que hasta Alemania que no se había preocupado de tener Colonias o Protectorados, se metió de lleno en arrancar su pedazo de pastel, que por cierto le duró poco, hasta la primera Guerra Mundial, luego se lo repartieron como siempre entre Francia e Inglaterra. Una de las zonas de África donde abundaba esa palmera era la denominada Oil Rivers, una serie de ríos, afluentes, marismas que forman una zona de unos doscientos kilómetros de largo por doscientos kilómetros de fondo en la desembocadura del Níger, territorio muy poblado entre otras tribus por calabares( ibibios) e ibos, en cuyo subsuelo se descubrió años más tarde la plataforma petrolífera que llega hasta Guinea y que motivó la guerra de Biafra donde las tribus del Norte ayudadas por los países islámicos, masacraron a las del Sur.



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