UN SALVAJE VUELVE A LA JUNGLA DEL ASFALTO- 4º Capítulo
El lunes me levanté a las
ocho, una hora prudente y después de ducharme y desayunar, me propuse darme una
vuelta por los barrios de mi niñez, la Plaza Nueva, La plaza San Jaime,
resumiendo, el cogollo de la ciudad amurallada que fue Barcelona. Cogí el metro
en Sagrera y me bajé en plaza Cataluña. Allí de en el lugar de mi cabaret
Rigat, que conocía en mis vacaciones cuando venía a Barcelona, se levantaba un
gigantesco Corte Inglés. Bajé por la Puerta del Angel y aquellos almacenes
Jorba donde en su terraza daban los sábados polichinelas, solo se mantenía con
dignidad el edificio con sus columnas que parecían haberse importado de la
imperial Roma, mi cine París resistía la modernidad y la fábrica del Gas que la
aviación de Franco intentó alcanzar y dio en la casa de enfrente de mi hogar,
seguía mostrando el gas inflamado de su pebetero. La casa de las golosinas
había sucumbido y en mi plaza Nueva el bar Estruch había sido trasladado a la
acera de enfrente y el edifico donde nací se derribó con la intención de mostrar
la antigua muralla, que ahora se revestía de una especie de piedra de corte
moderno y unas ventanas de cristal con bordes de aluminio oscuro, lo que era
incomprensible el motivo por el que se
expropió el edificio, que fue el mostrar las murallas de la antigua
Barcelona.
Resumiendo el mundo avanzaba,
eso decían, borrando lo bueno del pasado y edificando un Mundo desconocido para
nosotros, a gusto de la juventud. Nosotros que todavía pensábamos que éramos
jóvenes, nos dábamos cuenta de que se abría una nueva
forma de vida, de hábitos ,de
alimentos, de forma de vestir, que nos dejaba en precario, ya que no éramos ni
jóvenes ni viejos, y sería muy difícil adaptarnos a ese nuevo mundo que se
estaba edificando.
De mis amigos de la infancia
solo tenía contacto con Juan Bach que, cuando venía de vacaciones de Guinea
cada dos años, visitaba en sus sastrería en la plaza de la Villa de Madrid, ya
que de la plaza Nueva también los fulminaron. En esa nueva sastrería en mis
cortas vacaciones de seis meses cada dos años, pasaba los últimos días del mes
charlando con las señoritas que cosían, dado que mi capacidad económica estaba
en las últimas, y esperaban el giro de mi sueldo que cada mes me enviaba mi
jefe el amable señor Antunes, “Papá
Banana” como le llamaban en Santa Isabel. Cuando el padre de Juan se cansaba de
que distrajera a sus ninfas, me ponía en el bolsillo mil pesetas y me despedía
amablemente. Como es lógico cuando cobraba mi sueldo le reponía su adelanto.
Esa mañana pululando por mis
barrios, no deseaba visitar a mi amigo Juan, mis neuronas filmaban las posibles
secuencias del desarrollo de mi nuevo estatus social que era muy sencillo: Se habían acabado unos seguros y fuertes
ingresos económicos míos como los que tenía en Guinea, ya no podía disfrutar de
casa y servicio gratis como gozaban en mi añorada tierra africana y lo tenía
muy jodido para competir con aquella juventud mejor preparada que yo, o por lo
menos es lo que pensaba.
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