miércoles, 15 de julio de 2020

UN SALVAJE VUELVE A LA JUNGLA DEL ASFALTO.- 5ª Parte



UN SALVAJE VUELVE A LA JUNTA DEL ASFALTO - 5ª parte




Entré en la Catedral y en la capilla del Santo Cristo de Lepanto me arrodillé y viendo la cara dolorosa del mismo cubierto con la corona de espinas, pensé: Dentro de mis malas perspectivas, no eran tan malas como habían sido para Jesús en el Calvario, ni tampoco tendría que esquivar una bala de cañón, como la leyenda contaba que esquivó el Cristo en la batalla de Lepanto y esa era la causa de su cuerpo ladeado. Así que animado o consolado por  la ausencia de otros males peores, entré en el bar Estruch y pedí, cosa inusual en mí, un vermouth y una ración de almejas como tomaba mi abuelo, el Papa Gran, en el mismo local situado en la acera de enfrente que ya no existía.   

Con ánimo de devorar el Mundo, salí del bar en dirección a la plaza Urquinaona para tomar la línea uno que me dejaba a las puertas de mi nuevo hogar.

Por fin llegó el día de la entrevista. Llegué a la oficina de la empresa situada en Travesera de Gracia, todo lo peripuesto que pude y dispuesto a demostrar al alemán que yo era una división Panzer. La oficina era muy pequeña y la plantilla era el alemán, un contable y el conocido mío.  Me contaron que tenían una representación de contadores mecánicos y electromecánicos, de los que únicamente vendían repuestos para la industria textil, aunque tenían noticias de la casa matriz que en Alemania todo tipo de industria utilizaba aquellos elementos para contar y automatizar la producción. Me proponían entrar a comisión del 7% sobre la venta sin contrato ni seguridad social, y a cuenta de comisiones a obtener me daban diez mil pesetas al mes. Acepté y aquella misma tarde empecé a saber cómo se las gastan en este Continente. Parece ser que en un almacén situado algo lejos de la oficina tenían varios cientos de contadores textiles que al dejar aquel local, se tenían que trasladar a un trastero que tenían en el actual. Así que me vi cargando unos sacos llenos de contadores cuyo peso debía estar cercano a los cincuenta kilos de hierro, y subirlos a la furgoneta y volverlos a descargar en la oficina. Estuvimos toda la tarde haciendo viajes, yo creo que tenían contadores textiles para todas las maquinas textiles existentes en España. Lo que si me consta que llegué a casa derrengado, agotado y algo cabreado.

Al día siguiente me dieron un catálogo en alemán, me explicaron la diferencia entre diversos contadores mecánicos, me explicaron que el plazo de entrega estaba sobre los dos meses, que cada importación precisaba una autorización del Ministerio de Comercio, y para dar más sabor a la dificultad, que los precios dependían de la cotización de la peseta en el momento de servir el producto.

Con una tarjeta muy chula que hicieron, en que además de los datos de la empresa, ponía mi nombre y debajo en letras grandes: técnico comercial, aquella titulación me levantó el alicaído ánimo. Me facilitaron un vehículo que todas las noches debía dejarlo en el parking que tenían alquilado. Aquellos dos caballos de la casa Citroen con la chapa arrugada, me recordaba los aviones Junkers, en que volaba de la isla de Fernando Póo a la zona de Río Muni en el Continente africano. Por cierto que mi debut para salir del garaje no fue muy afortunada, ya que al dar marcha atrás me di con una columna que alguien tuvo la mala ocurrencia de colocar en aquel local. En mi Guinea no conocí jamás un garaje y por tanto desconocía que es costumbre colocar columnas en los mismos, tal vez como adornos, no encontraba otra explicación. Esa fue la primera pequeña recriminación en mi nuevo trabajo.

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